El racionalismo De Descartes resumen

 

 

 

El racionalismo De Descartes resumen

 

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El racionalismo De Descartes resumen

 

TEMA  EL RACIONALISMO: R. DESCARTES (1596-1650).

 

Algunas citas de Descartes:

*              “El buen sentido (inteligencia o razón) es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que aún aquellos que son más difíciles de contentar en todo lo demás, no acostumbran a desear más del que tienen”.

 

*              “Toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco la física,  y las ramas que salen de ese tronco son todas las ciencias, que se reducen a tres principales, a saber: la mecánica, la medicina y la moral; yo juzgo como la más alta y perfecta moral la que, presuponiendo un entero conocimiento de las otras ciencias, es el último grado de la sabiduría.”

 

*              “Por lo que respecta a las otras ciencias, por cuanto toman sus principios de la filosofía, juzgaba que no se podía haber edificado nada sólido sobre cimientos tan poco firmes…”

 

1. CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL RACIONALISMO.

 

            El racionalismo es una corriente de pensamiento que considera que la razón se basta para el conocimiento, es decir, es autosuficiente. Huye, por tanto, de toda creencia infundada o superstición, reconociendo como única evidencia la aportada por la luz de la razón y minusvalorando la proveniente de los sentidos. En general podemos decir que el Racionalismo es una corriente filosófica del siglo XVII (aunque no hayan faltado pensadores que han otorgado gran importancia a la razón a lo largo de toda la historia de la filosofía) a la que pertenecen René Descartes (Francia, 1596-1650), Nicolás Malebranche (Francia, 1638-1715), Baruch Spinoza (Holanda, 1632-1677) y G. Wilhelm Leibniz (Alemania, 1646-1716). Se suele contraponer el racionalismo a otro movimiento aparecido casi paralelamente en Inglaterra, el empirismo, que veremos en el próximo tema.

 

            Los rasgos principales de la filosofía racionalista son los siguientes:

 

1. Plena confianza en la razón humana.  Los racionalistas entienden que la razón es la única facultad del conocimiento humano susceptible de alcanzar la verdad. La oposición medieval entre razón y fe es sustituida ahora por la contraposición entre verdades racionales frente a los engaños e ilusiones que proporcionan los sentidos.

2. Minusvaloración del conocimiento sensible. Consideran que los sentidos nos engañan y nos inducen a error. Además, el conocimiento sensible siempre sería limitado: no puede ser universal (sólo vale para los casos experimentados) ni necesario (no nos dice que algo tenga que ser así, o que no pueda ser de otra manera).

3. Ideas innatas. Los racionalistas afirman que la mente humana no es un receptáculo vacío, sino que posee ciertas ideas innatas, que están en ella independientes de la experiencia. A partir de ellas se fundamenta deductivamente todo el conocimiento.

4. Seducción por las matemáticas. Las matemáticas manifiestan de forma clara e indubitable la verdad que en ellas se presenta de un modo riguroso y paso a paso. La razón permite pasar de una verdad a otra deductivamente. Sus juicios son universales (para todos los casos) y necesarios (no pueden no ser así).

5. Concepción mecanicista del mundo: Nada es casual ni fortuito. El mundo es concebido como una gran máquina. Sólo existe materia y movimiento regido por leyes universales. El mundo es un mecanismo gigante cuantitativamente analizable.

6. Búsqueda de un método adecuado para el razonamiento. Los racionalistas toman como modelo el método utilizado por la matemática. Descartes lo desarrolló, entre otras, en su obra Reglas para la dirección del espíritu; Spinoza en el Tratado de la reforma del entendimiento y Leibniz en su obra De arte combinatoria. Este método no sólo pretende escapar del error, sino conseguir, además, la unificación de las ciencias e incluso la creación de una ciencia cierta de carácter universal que pudiera utilizar un lenguaje simbólico matemático con el que analizar y reducir a simple (cierto) toda proposición compleja de la ciencia y la filosofía.

            Los racionalistas consideran que las matemáticas proporcionan un modelo de claridad, certeza y deducción ordenada que no tenía la filosofía. La filosofía, en cambio, es un campo de discusiones con gran pluralidad de teorías como posibles explicaciones a un problema. Se preguntan: ¿por qué no se ha llegado a una filosofía definitiva, universal y necesaria? La respuesta es clara: porque no se ha utilizado un método válido y adecuado. Descartes se fija en el modelo matemático; éste sí que presenta un saber en el que hay progreso y no cabe una pluralidad de respuestas, sino que las soluciones son universalmente admitidas. Se trata, por tanto, de aplicar el método de las matemáticas al ámbito de la filosofía para lograr el progreso en su saber. Pero, ¿en qué consiste tal método?  Básicamente, en la intuición y la deducción.

* Intuición: Búsqueda de verdades indubitables y evidentes, que de ninguna manera se puedan negar (tan claro como que dos y dos son cuatro o que los ángulos de un triángulo suman dos rectos).

* Deducción: consiste en derivar nuevas conclusiones, procediendo paso a paso, y no por saltos, a partir de certezas ya conocidas. Siguiendo un razonamiento en cadena se llegarán a concluir nuevas verdades también evidentes.

 

2. CONTEXTO HISTÓRICO, FILOSÓFICO Y CULTURAL DE DESCARTES.

 

            Descartes, como los demás racionalistas, desarrolla su obra y su pensamiento durante el siglo XVII en el continente europeo. Se suele definir este siglo como un periodo de la historia afectado por una crisis global que se extendió a lo económico, social, político e, incluso, espiritual. Ello resulta visible, en primer lugar, en el terreno de la economía. Los desequilibrios entre población y recursos, propios de la estructura económica de la sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas cosechas y de las periódicas hambrunas.

            En el campo de la política, el siglo XVII también se caracteriza por su inestabilidad. Abundan las revueltas y las guerras. La monarquía absoluta parece el mejor remedio para garantizar la paz y la seguridad en esa situación. En Francia, patria de Descartes, se registran conflictos  campesinos debido a los impuestos y al hambre. Existen muchos antagonismos entre nobles y burgueses, señores y campesinos. La Alemania de Leibniz también sufre una gran crisis de Estado. Después de la Guerra de los Treinta Años aparece como un país dividido en múltiples territorios. En Holanda, tierra de Spinoza, menos aquejada por la crisis, existe un ambiente de más tolerancia y libertad.

            En el ámbito religioso, destaca la Contrarreforma, movimiento religioso surgido dentro de la Iglesia católica para luchar contra la Reforma realizada por los protestantes el siglo anterior. Por otra parte, la teología ya no es capaz de unificar los conocimientos: la Biblia deja de ser una enciclopedia de las ciencias y los teólogos van perdiendo influencia. Hará época la frase de Alberico Gentile: “que callen los teólogos en lo que no es de su competencia”.Aún así, no podemos olvidar la importancia en este momento de la Inquisición.

            En lo cultural, florece el barroco, que protagoniza la crisis de la sensibilidad y la necesidad de vivir apasionadamente. Existe un ambiente en el que junto al exceso y el desbordamiento priman el pesimismo, la fugacidad y el escepticismo. La búsqueda de Descartes de una certeza absoluta demuestra la necesidad de tener algo indubitable a lo que agarrarse. Tampoco es casualidad que la primera obra fundamental de Descartes se titule Discurso del Método en un momento en que lo que la sociedad buscaba era precisamente un nuevo método (o camino) para resolver sus grandes cambios. La filosofía de la época, que Descartes representa perfectamente, aspira a sentar nuevas bases de pensamiento para una nueva etapa histórica, que luego se denominará Modernidad.

            Las ideas sufren una crisis tan profunda como los demás aspectos de la cultura. La filosofía “oficial” de la época seguía siendo la escolástica aristotélico-tomista medieval. Pero estaba claro que una filosofía dogmática, cerrada y que rechazaba la crítica no podía satisfacer la inquietud de los intelectuales de la época, marcados por las novedades que había traído el Renacimiento y, sobre todo, el nuevo enfoque de la ciencia (triunfo del método experimental y de la matematización de la realidad, siendo consideradas las matemáticas la base para todo pensar científico y filosófico, son modelo de todo saber) representado por personajes tan importantes como Copérnico, Kepler o Galileo, que revolucionan la manera d entender el mundo y el universo (“El libro de la naturaleza –dirá Galileo- está escrito en un lenguaje matemático”).

            La filosofía busca una nueva forma de entender el mundo. Lo hace por dos caminos distintos: mientras que en el continente europeo se desarrolla la filosofía racionalista (Descartes, Leibniz, Malebranche y Spinoza), en las islas británicas domina el enfoque empirista (Locke, Berkeley y Hume). Cada una de ellas pone el acento en una de las maneras que el hombre tiene de conocer el mundo: la razón y los sentidos. Para los racionalistas, todo conocimiento verdadero acerca de la realidad procede de la razón, se logra de un modo deductivo y ponen las matemáticas como modelo de este saber. Para los empiristas, el conocimiento verdadero procede de la experiencia sensible y se logra, por tanto, de un modo inductivo.

            La importancia de Descartes consiste en que inicia la tradición del racionalismo, inaugurando un nuevo camino que luego será proseguido por filósofos tan importantes como Leibniz o Spinoza y, más tarde, superado por Kant. Su grandeza proviene de haberse atrevido a comenzar de cero, aunque hoy veamos  que ese intento es imposible y que su filosofía, pese a sus intenciones, como cualquier otra, es un fiel reflejo del mundo en que vivía. Un mundo de conflictos, guerras y crisis permanentes en el que la filosofía cartesiana se erige en un esfuerzo por encontrar un nuevo equilibrio en el ámbito del pensamiento.

           

3. DESCARTES: ALGUNOS DATOS BIOGRÁFICOS.

 

            René Descartes nació en La Haye (Francia) el 31 de marzo de 1596, en el seno de una familia noble francesa. A los nueve años comienza sus estudios con los jesuitas en el colegio de La Flèche, donde permanece hasta 1614. Aquí cultivó una gran afición por las matemáticas y un cierto escepticismo con respecto a las demás ciencias.

            En 1616 se graduó en Derecho en la Universidad de Poitiers. Sin embargo, no se encontraba realmente satisfecho con la enseñanza que había recibido. Para conocer mundo se alistó en el ejército, participando en la Guerra de los Treinta Años. En 1629 se retira a Holanda, donde es acusado de ateismo y condenada su filosofía. Se marchó a Estocolmo invitado por la Reina Cristina de Suecia, a la que daría clases particulares, a las 5 de la mañana. Una neumonía le provocó la muerte el 11 de febrero de 1650.

            En filosofía su pensamiento tiene gran repercusión en lo que luego será calificado como Modernidad por considerársele fundador de la filosofía del yo, de la subjetividad, de la conciencia. En matemáticas creó la geometría analítica. En física su mayor aportación fueron las leyes de reflexión y refracción de la luz.

            Entre sus obras cabe destacar: Reglas para la dirección del espíritu, El tratado del hombre (publicadas después de muerto), Tratado del mundo (donde desarrolla sus teorías físicas pero su conclusión coincide con la condena a Galileo y, por temor, decide no publicarlo en vida), Discurso del método para dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias (seguido de La Dióptrica, Los meteoros y La Geometría), Meditaciones de filosofía primera, Los principios de filosofía y Tratado de las pasiones.

 

4. RAZÓN Y MÉTODO: EL CRITERIO DE VERDAD.

 

            Descartes, como él mismo declara en la primera parte del Discurso del método, pretende “… aprender a distinguir lo  verdadero de lo falso para ver claro en mis acciones y caminar con seguridad en esta vida”. La búsqueda de la verdad es permanente en la historia de la filosofía, pero en épocas especialmente difíciles esta búsqueda es más acuciante. La época de Descartes ha visto derrumbarse toda una concepción del mundo y del saber: el sistema aristotélico-escolástico; nuevas cosmovisiones están surgiendo (el heliocentrismo de Copérnico, por ejemplo) y hay que determinar con precisión su valor de verdad. La verdad es única y lo que encontramos, sobre todo en filosofía,  es que no hay tesis o idea, por extraña que parezca, que no haya sido defendida alguna vez por algún filósofo. Para evitar esto, propone Descartes proceder de un modo racional para lograr un saber demostrativo y definitivo. Obsesionado por la certeza y seguridad de las matemáticas, considera que si  la razón humana sigue un método, un procedimiento adecuado, puede conducirnos a la verdad, al saber definitivo.

 

4.1. El método: definición y reglas.

 

            Dice Descartes: “Por método entiendo un conjunto de reglas ciertas y fáciles que hacen imposible tomar por verdadero lo que es falso y (…)  sin malgastar inútilmente las fuerzas de la razón, hacen avanzar progresivamente la ciencia para llegar al conocimiento verdadero”.

Este método logrará una verdadera certeza a base de razonamientos intuitivos y concretos, porque en ellos es imposible el error. Ha de haber orden, sencillez y claridad. Las reglas del método son:

 

a) Evidencia: Admitir como cierto sólo lo claro, evidente y que no pueda ser puesto en duda como verdad. Hay que admitir solamente aquello que se presente a nuestra inteligencia con tal claridad que no quepa la menor duda. La evidencia se convierte en el criterio de verdad, no admitiendo nada que sea dudoso.

b) Análisis: Podemos tener evidencia sólo de las ideas simples. Por lo tanto, lo que hay que hacer es reducir las ideas compuestas a ideas simples. Análisis significa división. Consiste en “dividir cada una de las dificultades a examinar en tantas partes como se pueda, y en cuantas se requiera para resolverlas mejor.”

c) Síntesis: comenzando por las ideas más simples, ascender hasta el conocimiento de las más complejas. Se trata de formar, pues, una cadena de intuiciones parciales cuyo resultado será una intuición evidente y libre de errores. Se trata de proceder de un modo deductivo.

d) Enumeración: Se trata de revisar todo el proceso para estar seguros de no omitir nada.

            Todo el método se reduce a la evidencia: hay que lograr una evidencia en la verdad primera de donde se deducen las demás y en el proceso para deducir nuevas verdades.

 

4.2. El punto de partida del método: la duda.

            Descartes quiere llegar a distinguir lo verdadero de lo falso y poder encontrar así el fundamento sólido de la certeza. Pero considera que para llegar a la certeza absoluta hay que empezar dudando, hasta encontrar alguna verdad evidente, que se resista a la duda, de la cual sea imposible dudar.

 

4.2.1. ¿Cómo es la duda?

 

* Universal: hay que someter a duda todas las certezas que se han mantenido hasta ahora, todo lo que tenga una posibilidad mínima de ser falso.

* Metódica: La duda cartesiana no es una duda escéptica, no se propone una finalidad demoledora, sino constructiva; pretende alcanzar la verdad, una verdad firme de la que no se pueda dudar. Por tanto, no se puede confundir con la duda escéptica, -que tenían, por ejemplo, los sofistas- que es permanente, que nunca supera la duda. Descartes, en cambio, pretende utilizar la duda como instrumento para alcanzar la verdad. No es un dudar por dudar, sino un método para que dudando de todo podamos llegar a algo de lo que no sea posible dudar.

*  Teorética: cuestiona todos los conocimientos admitidos y tiene la pretensión de repensar la teoría filosófica desde sus fundamentos, pero no debe extenderse al plano de las creencias o comportamientos morales.

 

4.2.2. ¿De qué duda?

 

            La duda es voluntaria, porque poner la duda en práctica depende de nuestra voluntad de dudar; y es exagerada, porque nos invita a dudar no sólo de lo que es claramente falso, sino también de todo aquello que pueda suscitar en nosotros la más mínima sospecha de duda. Así, duda de:

* Duda de los sentidos: algunas veces nos engañan, nos inducen a error, por tanto, no nos podemos fiar de ellos. Hasta podríamos sospechar que nos pueden engañar continuamente. Por tanto, no nos sirven para lograr un conocimiento cierto.

* Duda del mundo exterior: Si a veces es imposible distinguir la realidad exterior del sueño, ¿cómo podremos tener certeza de que exista ese mundo exterior? Yo lo percibo como real, pero… también eso me ha pasado durante el sueño y creía que era real.

* Duda de los propios razonamientos: el entendimiento se puede equivocar cuando razona. El ser humano también comete errores de razonamiento. Una buena parte del saber tradicional aristotélico-escolástico se fundamenta en la razón y en su poder discursivo, pero en la época de Descartes este saber se ha vuelto confuso e incierto; por tanto, cabe dudar de todos los razonamientos que se han tenido por demostrativos.

* Introduce, además, la hipótesis, poco probable, del geniecillo maligno. Para que su duda sea universal, hasta el punto de extenderse a las proposiciones matemáticas (en las cuales también ha habido errores a lo largo de la historia)  supone la existencia de un “geniecillo maligno, astuto y engañador” que le lleva a errar en sus conclusiones. Aunque es difícil aceptar la existencia de este geniecillo perverso tampoco podemos descartarlo por completo.

            Según Descartes, parece que no podemos estar absolutamente seguros de nada. ¿De nada? Una cosa parece cierta mientras estoy dudando de todo. Veámoslo.

4.3. El resultado de la duda: “cogito, ergo sum”.

 

            Mientras dudo sobre si el mundo es como yo lo percibo o no, por ejemplo, no puedo estar seguro de cómo es el mundo, pero sí puedo estar absolutamente seguro de que estoy dudando. Dicho de otra forma: mientras dudo, puedo dudar de todo, excepto de que estoy dudando. Veamos esto más despacio. Cuando yo dudo acerca de si la Tierra se mueve o no, de lo que estoy dudando es de si mi idea acerca de un determinado acontecimiento es correcta o no, es decir, si mi idea se corresponde o no con la realidad. Puedo dudar de la verdad de mis ideas, pero no puedo dudar de que mientras dudo estoy dudando; y si dudo es porque existo, puesto que algo que no es nada no puede hacer nada, no puede dudar. Por tanto, la duda puede alcanzar al contenido del pensamiento, pero no al pensamiento mismo.

            Obtenemos así el primer principio de la filosofía de Descartes: pienso, luego existo (cogito, ergo sum). Es la primera verdad evidente y prototipo de toda verdad y certeza. Mientras dudo de todas las cosas puedo afirmar con certeza que soy una cosa que piensa.

            En el “cogito, ergo sum” encuentra Descartes el principio buscado. La idea clara y distinta. La base firme para construir todo el edificio de la filosofía, la gran base que va a servir de fundamento para deducir de ella todas las demás verdades.

           

4.3.1. Análisis del “cogito, ergo sum”.

 

* Hay dos elementos claros: pensar y existir.

            a) Pensar: para Descartes no es un puro acto mental, sino que es un conjunto de cosas: “¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa; ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y también imagina y siente.”

            b) Existir: Descartes parte de su propia interioridad, de los pensamientos que descubre en sí mismo y a partir de ahí intuye su existencia como ser pensante.

* Es una intuición mental.

            No se trata de un razonamiento deductivo, sino de una intuición mental. La conexión entre mi pensar y mi existir se impone con evidencia inmediata, sin necesidad de razonamiento alguno. Al pensar intuyo mi existencia como ser pensante.

* Es una idea clara y distinta.

            Es una idea clara (que se intuye con evidencia inmediata, se manifiesta sin oscuridad, sin dificultad a la inteligencia que la intuye) y distinta (es simple, elemental, diferente de cualquier otra idea).

* Es una verdad indubitable.

            Es una verdad de la que no se puede dudar. En ella Descartes quiere asentar todo el edificio de la filosofía.

 

4.4. Clasificación de las ideas.

 

            Ya hemos visto que el yo piensa con ideas. Ahora bien, ¿en qué consisten exactamente estas ideas? Descartes las estudia y clasifica de la siguiente manera:

a) Adventicias: son aquellas que parecen proceder de la experiencia externa. Son poco fiables (ejemplo: el sol aparece como un pequeño disco luminoso, pero en la mente de un astrónomo resulta algo muy diferente).

b) Facticias: provienen de nuestra imaginación y voluntad a partir de otras ideas (ejemplos: sirenas, dragones, unicornio, caballo alado…).

c) Innatas: son aquellas que el entendimiento posee por si mismo, por naturaleza, con independencia de la experiencia (ejemplos: yo, causa, sustancia, extensión, Dios,…). Esta es la afirmación fundamental de los racionalistas, pues consideran que con las ideas innatas, a través de un procedimiento deductivo, se puede ampliar el conocimiento.

 

5. LA REALIDAD: DOCTRINA DE LAS TRES SUSTANCIAS.

 

            Se debería esperar que a partir de la primera verdad evidente que ya había logrado Descartes construyera su gran edificio filosófico, pero no parece que logre el grado de solidez que buscaba. Veámoslo:

            A partir del “cogito”, Descartes deduce la existencia de tres realidades o sustancias, que son: Res cogitans o cosa pensante, cuyo atributo es el pensamiento; Res infinita o Dios, cuyo atributo es la perfección; Res extensa o mundo, cuyo atributo es la extensión.

            Definimos sustancia como “cosa que existe de tal manera que no tiene necesidad de ninguna otra para existir”. Estrictamente hablando, la sustancia infinita es la única que cumple perfectamente la definición y las otras dos sustancias finitas no necesitan de nada, salvo de la sustancia infinita.

 

5.1. Res cogitans (yo pensante).

 

            La duda metódica y universal nos ha llevado a una realidad incuestionable: la existencia de un yo pensante, es decir, de una sustancia que piensa, una res cogitans, un alma. No puedo dudar de la existencia de mis pensamientos, de mis ideas, de mi subjetividad. Sin embargo, de mi cuerpo sí que puedo dudar. Mi cuerpo forma parte del mundo y lo percibo por los sentidos (y éstos, según vimos, me pueden engañar). Por tanto, aquello de lo que dudo (mi cuerpo) no puede ser lo mismo que aquello de lo que no dudo (mi pensamiento). Por lo tanto, cuerpo y pensamiento son dos sustancias distintas. No necesitan la una de la otra para existir.

            Si el yo pensante no fuera una sustancia completamente separada y desligada del cuerpo, no habría lugar para la libertad, el comportamiento humano sería como el de una máquina, cosa que de ninguna manera quería aceptar Descartes. La libertad es un bien que Descartes proclamó: sólo porque era libre ha podido dudar de todo, por ejemplo. El alma es una sustancia que de ninguna manera se puede someter a las leyes mecánicas y deterministas que rigen el cuerpo (concepción mecanicista del Universo vigente en la época). En el ámbito de la “res extensa”, en el universo mecánico no existe la libertad, puesto que todo está perfectamente determinado por su causa. Como el hombre es algo más que extensión, que cuerpo, tenemos la capacidad de decidir por nosotros mismos y no ser meros autómatas que responden a los estímulos del mundo de un modo mecánico.

            Ahora bien, si el yo pensante y la materia son dos realidades o sustancias diferentes, ¿cómo se explica, por ejemplo, que mi yo pensante decida ir a dar una vuelta y mi cuerpo a continuación realice la decisión? ¿De qué manera una idea (hecho mental) influye en una acción (hecho físico)? ¿Cómo se comunican entre sí sustancias tan diferentes? Descartes  resolvió estas cuestiones dando la explicación siguiente: hay un lugar en nuestro cuerpo, la glándula pineal, situada en la parte posterior del cerebro, donde se aloja el alma; desde allí conecta con el cuerpo y modifica los movimientos de éste.

 

5.2. Res infinita (Dios).

            Continuamos construyendo el edificio filosófico. Descartes presenta tres pruebas de la existencia de Dios. Veamos la más destacada. El punto de partida es el mismo: lo único de lo que tengo certeza es de que soy un ser pensante, de todo lo demás dudo.  Precisamente porque dudo me percibo como un ser limitado, imperfecto (sería más perfecto no dudar, tener certeza de las cosas) y finito.

            El concepto de finito sólo es posible tenerlo como negación de la idea de infinito; al contemplarme como finito lo estoy haciendo en relación a lo infinito.

            Ahora bien, ¿de dónde me viene a mí la idea de infinitud? Posibles respuestas:

a) De la nada: de la nada no viene nada.

b) De mí mismo: yo soy finito, y de lo finito no puede venir la idea de lo infinito (más bien es al revés): admitir eso sería equivalente a admitir que de la nada viene algo.

c) De un ser infinito: la idea de infinito “ha sido puesta en mí por una naturaleza más perfecta que yo”. La idea de infinito sólo puede proceder del mismo ser infinito, de Dios, que es sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, perfecta,… y, lógicamente, no puede faltarle la existencia.

            El modo de proceder de Descartes recuerda al argumento ontológico de San Anselmo (s. XI) que pretendía demostrar racionalmente la existencia de Dios. Desde otra perspectiva, se podría argumentar contra Descartes que en su pretendida prueba hay un salto del plano del conocimiento (tener una idea de algo) al plano de la existencia (ese algo del que tengo la idea existe) que es ilegítimo, inadecuado.

 

5.3. Res Extensa (Mundo).

 

            La tercera de las sustancias está representada por las cosas materiales (res extensa). Esta sustancia tiene como atributo fundamental el de la extensión, y una triple dimensión: figura, posición y movimiento. Fue tratada ampliamente por Descartes en un libro que dejó sin publicar, Tratado del mundo, por el temor que le causó la condena a Galileo. En él coincide Descartes con el mecanicismo de los científicos de la época. Todo se reduce a materia y movimiento. La materia, por su parte, no es otra cosa que extensión.

            El universo, por tanto, tiene una explicación mecanicista: es como una gran máquina muy compleja. Los animales también son concebidos como autómatas.

            Ahora bien, antes de llevar a cabo esta investigación sobre el universo, Descartes se plantea si existe o no (pues antes había dudado de su existencia). Prueba la existencia del mundo a partir de la existencia de Dios, a través de la doctrina de la veracidad divina, puesto que Dios existe y Dios es perfecto (de lo contrario no sería Dios), no me puede engañar, sin embargo, Dios me engañaría si teniendo nosotros una inclinación tan grande a creer en la existencia del mundo como causa de la sensación, el mundo no existiese. Si las sensaciones que nosotros tenemos del mundo no correspondieran a un mundo objetivamente existente… Dios me estaría engañando, y entonces ya no sería Dios. Por tanto, el mundo existe: esas sensaciones que tenemos de extensión (longitud, anchura, profundidad) no son producto de nuestra mente, sino que son algo real.

 

6. TEXTO DE SELECTIVIDAD.

 

 DESCARTES, RENATO: Discurso del método (Trad. G. Quintas Alonso)

 

                                                                        

                                                        SEGUNDA PARTE

 


(…)


Había estudiado un poco, siendo más joven, la lógica de entre las partes de la filosofía; de las matemáticas el análisis de los geómetras y el álgebra. Tres artes o ciencias que debían contribuir en algo a mi propósito. Pero habiéndolas examinado, me percaté que en relación con la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus reglas sirven más para explicar a otro cues­tiones ya conocidas o, también, como sucede con el arte de Lulio, para hablar sin jui­cio de aque­llas que se ignoran que para llegar a conocerlas. Y si bien la lógica contiene muchos preceptos verdaderos y muy adecuados, hay, sin embargo, mezclados con estos otros muchos que o bien son perjudiciales o bien superfluos, de modo que es tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol aún no trabajado. Igualmente, en relación con el análisis de los antiguos o el álgebra de los modernos, ade­más de que no se refieren sino a muy abstractas materias que parecen carecer de todo uso, el primero está tan circunscrito a la consideración de las figuras que no permite ejercer el entendimiento sin fatigar excesivamente la imaginación. La segunda está tan sometida a ciertas reglas y cifras que se ha convertido en un arte confuso y oscuro capaz de distorsio­nar el ingenio en vez de ser una ciencia que favorezca su desarrollo. Todo esto fue la causa por la que pensaba que era preciso indagar otro método que, asimilando las ventajas de estos tres, estuviera exento de sus defectos. Y como la multiplicidad de leyes frecuente­mente sirve para los vicios de tal forma que un Estado está mejor regido cuando no exis­ten más que unas pocas leyes que son minuciosamente observadas, de la misma forma, en lu­gar del gran número de preceptos del cual está compuesta la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes con tal de que tomase la firme y constante resolución de no incumplir ni una sola vez su observancia.

 

El primero consistía en no admitir cosa alguna como verdadera si no se la había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la precipitación y la pre­vención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda.

 

El segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a examinar en tantas parcelas como fuera posible y necesario para resolverlas más fácilmente.

 

El tercero requería conducir por orden mis reflexiones comenzando por los objetos más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos, suponiendo inclusive un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros.

 

Según el último de estos preceptos debería realizar recuentos tan completos y revisiones tan amplias que pudiese estar seguro de no omitir nada.

 


Las largas cadenas de razones simples y fáciles, por medio de las cuales generalmente los geómetras llegan a alcanzar las demostraciones más difíciles, me habían proporcionado la ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto del conocimiento de los hombres se entrelazan de igual forma y que, absteniéndose de admitir como verdadera al­guna que no lo sea y guar­dando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no puede haber algunas tan alejadas de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir. No supuso para mi una gran difi­cultad el decidir por cuales era necesario iniciar el estudio: previamente sabía que debía ser por las más simples y las más fácilmente cognoscibles. Y considerando que entre todos aquellos que han intentado buscar la verdad en el campo de las ciencias, solamente los matemáticos han establecido algunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba que debía comenzar por las mismas que ellos habían examinado. No esperaba alcanzar alguna unidad si exceptuamos el que habituarían mi ingenio a conside­rar atentamente la verdad y a no contentarse con falsas razones. Pero, por ello, no llegué a tener el deseo de conocer todas las ciencias particulares que comúnmente se conocen co­mo matemáticas, pues viendo que aunque sus objetos son diferentes, sin embargo, no de­jan de tener en común el que no consideran otra cosa, sino las diversas relaciones y posi­bles proporciones que entre los mismos se dan, pensaba que poseían un mayor interés que examinase solamente las proporciones en general y en relación con aquellos sujetos que servirían para hacer más cómodo el conocimiento. Es más, sin vincularlas en forma alguna a ellos para poder aplicarlas tanto mejor a todos aquellos que conviniera. Posteriormente, habiendo advertido que para analizar tales proporciones tendría necesidad en alguna oca­sión de considerar a cada una en particular y en otras ocasiones solamente debería retener o comprender varias conjuntamente en mi memoria, opinaba que para mejor ana­lizarlas en particular, debía suponer que se daban entre líneas puesto que no encontraba nada más simple ni que pudiera representar con mayor distinción ante mi imaginación y sentidos; pero para retener o considerar varias conjuntamente, era preciso que las diera a conocer mediante algunas cifras, lo más breves que fuera posible. Por este medio recogería lo me­jor que se da en el análisis geométrico y en el álgebra, corrigiendo, a la vez, los defectos de una mediante los pro­cedimientos de la otra.

(…)

 

                                                           CUARTA PARTE

 

 

No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones allí realizadas, pues son tan me­tafísicas y tan poco comunes, que no serán del gusto de todos. Y sin embargo, con el fin de que se pueda opinar sobre la solidez de los fundamentos que he establecido, me encuentro en cierto modo obligado a referirme a ellas. Hacía tiempo que había advertido que, en re­lación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables, según he advertido anteriormente. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso que hiciese todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera ima­ginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto, no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente indudable. Así pues, considerando que nuestros sen­tidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equi­vocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro estaba sujeto a error, re­chazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostra­ciones. Y, finalmente, considerado que hasta los pensamientos que tenemos cuando esta­mos despiertos pueden asaltarnos cuan­do dormimos, sin que ninguno en tal estado sea ver­dadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces habían alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolu­tamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pien­so, luego soy, era tan firme y tan segura que todas las extravagantes supo­siciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitir­la sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba.

 


Posteriormente, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía fingir que ca­recía de cuerpo, así como que no había mundo o lugar alguno en el que me encontrase, pero que, por ello, no podía fingir que yo no era, sino que por el contrario, sólo a partir de que pensaba dudar acerca de la verdad de otras cosas, se seguía muy evidente y ciertamen­te que yo era, mientras que, con sólo que hubiese cesado de pensar, aunque el resto de lo que había imaginado hubiese sido verdadero, no tenía razón alguna para creer que yo hu­biese sido, llegué a conocer a partir de todo ello que era una sustancia cuya esencia o natu­raleza no reside sino en pen­sar y que tal sustancia, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno ni depende de cosa alguna material. De suer­te que este yo, es decir, el alma, en vir­tud de la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, más fácil de conocer que éste y, aunque el cuerpo no fuese, no dejaría de ser todo lo que es.

 

Analizadas estas cuestiones, reflexionaba en general sobre todo lo que se requiere para afirmar que una proposición es verdadera y cierta, pues, dado que acababa de identificar una que cumplía tal condición, pensaba que también debía conocer en qué consiste esta certeza. Y habiéndome percatado que nada hay en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que yo veo muy claramente que para pensar es necesario ser, juz­gaba que podía admitir como regla general que las cosas que concebimos muy clara y dis­tintamente son todas verdaderas; no obstante, hay solamente cier­ta dificultad en identificar correctamente cuáles son aquellas que concebimos distintamente.

 


A continuación, reflexionando sobre que yo dudaba y que, en consecuencia, mi ser no era omniperfecto pues claramente com­prendía que era una perfección mayor el conocer que el dudar, comencé a indagar de dónde había aprendido a pensar en alguna cosa más perfecta de lo que yo era;  conocí con evidencia que debía ser en virtud de alguna naturaleza que realmente fuese más perfecta. En relación con los pensamientos que poseía de seres que existen fuera de mi, tales como el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros mil, no encontraba dificultad alguna en conocer de dónde provenían pues no cons­tatando nada en tales pensa­mientos que me pareciera hacerlos superiores a mí, podía estimar que si eran verdaderos, fueran dependientes de mi naturaleza, en tanto que posee alguna perfección; si no lo eran, que procedían de la nada, es decir, que los tenía porque había defecto en mi. Pero no podía opinar lo mismo acerca de la idea de un ser más perfecto que el mío, pues que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible y puesto que no hay una repugnancia menor en que lo más perfecto sea una consecuencia y esté en dependencia de lo menos perfecto, que la existencia en que algo proceda de la nada, concluí que tal idea no podía provenir de mí mismo. De forma que únicamente restaba la alternativa de que hubiese sido inducida en mí por una naturaleza que realmente fuese más perfecta de lo que era la mía y, también, que tuviese en sí todas las perfecciones de las cua­les yo podía tener alguna idea, es decir, para explicarlo con una palabra que fuese Dios. A esto añadía que, puesto que conocía al­gunas perfecciones que en absoluto poseía, no era el único ser que existía (permitidme que use con libertad los términos de la escuela), sino que era necesariamente preciso que exis­tiese otro ser más perfecto del cual dependiese y del que yo hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues si hubiese exis­tido solo y con independencia de todo otro ser, de suerte que hubiese tenido por mí mismo todo lo poco que participaba del ser perfecto, hubiese podi­do, por la misma razón, tener por mí mismo cuan­to sabía que me faltaba y, de esta forma, ser infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y, en fin, poseer todas las per­fecciones que podía com­prender que se daban en Dios. Pues siguiendo los razonamientos que acabo de realizar, para conocer la naturaleza de Dios en la medida en que es posible a la mía, solamente debía considerar todas aquellas cosas de las que encontraba en mí algu­na idea y si poseerlas o no suponía perfección; estaba seguro de que ninguna de aquellas ideas que indican imperfección estaban en él, pero sí todas las otras. De este modo me per­cataba de que la duda, la inconstancia, la tristeza y cosas semejantes no pueden estar en Dios, puesto que a mí mismo me hubiese complacido en alto grado el verme libre de ellas. Además de esto, tenía idea de varias cosas sensibles y corporales; pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo que veía o imaginaba era falso, sin embargo, no podía negar que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero puesto que había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, considerando que toda composición indica dependencia y que ésta es manifiesta­mente un defecto, juzga­ba por ello que no podía ser una perfección de Dios al estar compuesto de estas dos natura­lezas y que, por consiguiente, no lo estaba; por el contrario, pensaba que si existían cuer­pos en el mundo o bien algunas inteligencias u otras naturalezas que no fueran totalmente perfectas, su ser debía depender de su poder de forma tal que tales naturalezas no podrían subsistir sin él ni un solo momento.

 

Posteriormente quise indagar otras verdades y habiéndome propuesto el objeto de los geó­metras, que concebía como un cuer­po continuo o un espacio indefinidamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían poner diversas figuras y magnitudes, así como ser movidas y trasladadas en todas las direcciones, pues los geómetras suponen esto en su objeto, repasé algunas de las demostraciones más simples. Y habiendo advertido que esta gran certeza que todo el mundo les atribuye, no está fundada sino que se las concibe con evidencia, si­guiendo la regla que anteriormente he expuesto, advertí que nada había en ellas que me asegurase de la existencia de su obje­to. Así, por ejemplo, estimaba correcto que, suponiendo un triángulo, entonces era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectos; pero tal razonamiento no me aseguraba que existiese triángulo alguno en el mundo. Por el contrario, examinando de nuevo la idea que tenía de un Ser Perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en la mis­ma de igual forma que en la del triángulo está comprendida la de que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos o en la de una esfera que todas sus partes equidisten del centro e inclu­so con mayor evidencia. Y, en consecuencia, es por lo menos tan cierto que Dios, el Ser Perfecto, es o existe como lo pueda ser cualquier demostración de la geometría.

 

Pero lo que motiva que existan muchas personas persuadidas de que hay una gran dificul­tad en conocerle y, también, en conocer la naturaleza de su alma, es el que jamás elevan su pensamiento sobre las cosas sensibles y que están hasta tal punto habituados a no conside­rar cuestión alguna que no sean capaces de imaginar (como de pensar propiamente relacio­nado con las cosas materiales), que todo aquello que no es imaginable, les parece ininteli­gible. Lo cual es bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos defienden como verdadera en las escuelas, según la cual nada hay en el entendimiento que previa­mente no haya impresionado los sentidos. En efecto, las ideas de Dios y el alma nunca han impresionado los sentidos y me parece que los que desean emplear su imaginación para comprenderlas, hacen lo mismo que si quisieran servirse de sus ojos para oír los sonidos o sentir los olores. Existe aún otra diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura me­nos de la verdad de sus objetos que lo hacen los del olfato u oído, mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos podrían asegurarnos cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese.

 


En fin, si aún hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la existencia de Dios y de su alma en virtud de las razones aducidas por mí, deseo que sepan que todas las otras cosas, sobre las cuales piensan estar seguros, como de tener un cuerpo, de la existen­cia de astros, de una tierra y cosas semejantes, son menos ciertas. Pues, aunque se tenga una seguridad moral de la existencia de tales cosas, que es tal que, a no ser que se peque de extravagancia, no se puede dudar de las mismas, sin embargo, a no ser que se peque de falta de razón, cuando se trata de una certeza metafísica, no se puede negar que sea razón suficiente para no estar enteramente seguro el haber constatado que es posible imaginarse de igual forma, estando dormido, que se tiene otro cuerpo, que se ven otros astros y otra tierra, sin que exista ninguno de tales seres. Pues )cómo podemos saber que los pensa­mientos tenidos en el sueño son más falsos que los otros, dado que frecuentemente no tie­nen vivacidad y claridad menor?. Y aunque los ingenios más capaces estudien esta cues­tión cuanto les plazca, no creo puedan dar razón alguna que sea suficiente para disipar esta duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, incluso lo que ante­riormente he considerado como una regla (a saber: que lo concebido clara y distintamente es verdadero) no es válido más que si Dios existe, es un ser perfecto y todo lo que hay en nosotros procede de él. De donde se sigue que nues­tras ideas o nociones, siendo seres rea­les, que provienen de Dios, en todo aquello en lo que son claras y distintas, no pueden ser sino verdaderas. De modo que, si bien fre­cuentemente poseemos algunas que encierran falsedad, esto no puede provenir sino de aquellas en las que algo es confuso y oscuro, pues en esto participan de la nada, es decir, que no se dan en nosotros sino porque no somos totalmente perfectos. Es evidente que no existe una repugnancia menor en defender que la falsedad o la imperfección, en tanto que tal, procedan de Dios, que existe en defender que la verdad o perfección proceda de la nada. Pero si no conocemos que todo lo que existe en nosotros de real y verdadero procede de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurara de que tales ideas tuviesen la perfección de ser verdaderas.                                                                                                                                                                                                                      


Por tanto, después de que el conocimiento de Dios y el alma nos han convencido de la cer­teza de esta regla, es fácil conocer que los sueños que imaginamos cuando dormimos, no deben en forma alguna hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos cuan­do estamos despiertos. Pues, si sucediese, inclusive durmiendo, que se tuviese alguna idea muy distinta como, por ejemplo, que algún geómetra lograse alguna nueva demostra­ción, su sueño no impediría que fuese verdad. Y en relación con el error más común de nuestros sueños, consistente en representamos diversos objetos de la misma forma que la obtenida por los sentidos exteriores, carece de importancia el que nos dé ocasión para des­confiar de la verdad de tales ideas, pues pueden inducirnos a error frecuentemente sin que durmamos como sucede a aquellos que padecen de ictericia que todo lo ven de color ama­rillo o cuando los astros u otros cuerpos demasiado alejados nos parecen de tamaño mucho menor del que en realidad poseen. Pues, bien, estemos en estado de vigilia o bien durma­mos, jamás debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de nuestra razón. Y es preci­so señalar, que yo afirmo, de nuestra razón y no de nuestra imaginación o de nuestros sen­tidos, pues aunque vemos el sol muy claramente no debemos juzgar por ello que no posea sino el tamaño con que lo vemos y fácilmente podemos imaginar con cierta claridad una cabeza de león unida al cuerpo de una cabra sin que sea preciso concluir que exista en el mundo una quimera, pues la razón no nos dicta que lo que vemos o imaginamos de este modo, sea verdadero. Por el contrario nos dicta que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad, pues no sería posible que Dios, que es sumamente per­fecto y veraz, las haya puesto en nosotros careciendo del mismo. Y puesto que nuestros razonamientos no son jamás tan evidentes ni completos durante el sueño como durante la vigilia, aunque algunas veces nuestras imágenes sean tanto o más vivas y claras, la razón nos dicta igual­mente que no pudiendo nuestros pen­samientos ser todos verdaderos, ya que nosotros no somos omniperfectos, lo que existe de verdad debe encontrarse infaliblemente en aquellos que tenemos estando despiertos más bien que en los que tenemos mientras so­ñamos.

 

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Autor del texto: Juan Ramón Tirado Rozúa    

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