Barroco español y barroco italiano resumen y tema

 

 

 

Barroco español y barroco italiano resumen y tema

 

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Barroco español y barroco italiano resumen y tema

 

BARROCO Y BARROCO ESPAÑOL

 

Nº 1-2-3. SAN CARLOS DE LAS CUATRO FUENTES DE ROMA (1634-1667)

FRANCESCO BORROMINI

 

         Introducción.

 

         Se trata de un conjunto arquitectónico formado por un convento de trinitarios descalzos con su iglesia, y se halla en la intersección de strada Venti Settembre (antigua strada Pia) con la strada Delle Quattro Fontane (antigua strada Felice) de Roma. Es la obra más expresiva del genio de Borromini.

   

         El arquitecto lombardo Francesco Borromini (1599-1667), fue el máximo representante de la opción anticlásica dentro del Barroco romano, opuesta al clasicismo de Bernini, del que fue coetáneo y rival. Su arquitectura fue muy imaginativa y expresiva, y tuvo que ingeniárselas para sacar gran partido de materiales constructivos y decorativos pobres, pues sus proyectos, en general, fueron realizados para órdenes religiosas con pocos recursos. Bellori, teórico de la tendencia clasicista dentro de Barroco romano, despreció a Borromini, llamándole "gótico ignorantísimo y corruptor de la arquitectura". Precisamente, su heterodoxia, su imaginación y creatividad es lo que más nos sorprende y maravilla de Borromini.   

 

        Circunstancias y avatares de la construcción.

 

         En 1634 el arquitecto lombardo Francesco Borromini recibió el encargo de realizar el proyecto y la construcción de un pequeño convento, con su iglesia aneja, para la orden de los Trinitarios Descalzos Españoles, orden austera y con pocos recursos económicos que se dedicaba a la redención de cautivos cristianos de los musulmanes. Había poco dinero y un solar muy pequeño e irregular, situado en la confluencia de varias calles, en la que el papa Sixto V había dispuesto cuatro fuentes, que dieron nombre al convento, dedicado a San Carlos Borromeo. Por su pequeño tamaño se le llamará popularmente "San Carlino", diminutivo de San Carlos.

   

         Borromini comenzó en 1634 construyendo la residencia de los frailes trinitarios (refectorio, dormitorios y biblioteca), en 1635 levantó el minúsculo claustro, y entre 1637 y 1641 edificó el interior de la iglesia. Pero la falta de dinero hizo que la hermosa y dinámica fachada no se iniciase hasta 1665. Cuando murió Borromini, en 1667, se había empesado el cuerpo superior de la fachada, que en los años siguientes terminaría Bernardo, sobrino del arquitecto.

 

         Descripción y análisis formal.

 

         Francesco Borromini tuvo que hacer frente a importantes condicionantes, el reducido tamaño del solar y la irregularidad del mismo, de forma trapezoidal. Pero Borromini los superó con brillantez y supo organizar ese pequeño e irregular espacio con maestría, cubriendo todas las necesidades residenciales y litúrgicas que los trinitarios descalzos tenían.

   

         El claustro, a la derecha de la iglesia y orientado en el mismo eje mayor, tiene forma de rectángulo ochavado en las esquinas, organizado con columnas pareadas. Las esquinas tienen perfil convexo, consiguiendo con ello una sintonía con el ritmo ondulante de la iglesia.

  

         Ésta, de muy reducidas dimensiones, da la sensación de ser más grande gracias a los atrevidos efectos de perspectiva que confirió Borromini a su interior. La planta tiene forma de rombo, que se transforma casi en óvalo con su perímetro articulado con segmentos cóncavos y convexos. Esa planta tan dinámica condiciona el espacio interior de la iglesia. Los muros, recorridos por vanos y nichos avenerados, se ondulan y una serie de columnas de orden compuesto, que sostienen entablamento continuo, los articulan y fragmentan de modo que se sugiere dinamismo y profundidad. En la decoración del interior de la iglesia, llena de originalidad, sólo utilizó Borromini estuco blanco.

   

         Se cierra ese espacio con una cúpula elíptica sobre pechinas. La superficie de esa cúpula está decorada con casetones octogonales y cruciformes que se van haciendo progresivamente más pequeños hacia la linterna. Ello provoca en el espectador un efecto ilusionista que agranda y eleva más dicha cúpula, perfectamente iluminada desde la linterna y desde las ventanas disimuladas en el anillo que sostiene la cúpula. Bóvedas de cuarto de esfera cierran los espacios sobre los altares. El altar mayor se sitúa en el extremo del eje mayor, frente a la puerta de entrada. A través de pequeñas puertas se puede acceder a las capillas, de planta octogonal y situadas en un eje diagonal.

 

         La dinámica fachada, su decoración e iconografía.

 

         Por falta de recursos la fachada no se pudo comenzar hasta 1765. Consta de dos pisos y tres cuerpos verticales, y el muro, asimismo ondulante, se articula por medio de columnas salientes. Los ritmos son opuestos en ambos pisos, pues a los entrantes del piso bajo les corresponden salientes en el alto y viceversa. La plasticidad de la fachada viene reforzada por entablamentos que se ondulan y se quiebran en perfiles mixtilíneos a fin de conferir al conjunto una movimiento permanente. La sintaxis arquitectónica no puede ser más anticlásica y heterodoxa. Todo en la fachada es dúctil, maleable; es como si la piedra rígida y fría se hubiese convertido en un material plástico, moldeable en manos de Borromini.

   

         El sentido teatral de la fachada viene conferido por distintos elementos: los relieves ornamentales; los nichos y las estatuas de San Carlos Borromeo - obra de Antonio Raggi, discípulo de Bernini - las de los trinitarios San Juan de Mata y San Félix de Valois; el edículo-ventanal saliente del superior; y el gran óvalo portado por ángeles que rompe el entablamento y la balaustrada de remate. Ese óvalo contiene una pintura al fresco de la "Coronación de la Virgen" y debió de ser diseñado por Bernardo, el sobrino de Borromini, inspirándose en Bernini.

   

         La estrechez de la calle y el verticalismo de la fachada, reforzado por la torre campanario sobre el chaflán que contiene la fuente, obligan al espectado a distanciarse del conjunto de San Carlos de las Cuatro Fuentes y a contemplarlo con cierta perspectiva, inmerso en el enclave urbanístico de la Roma barroca en el que se halla.

 

                                                                                                            A.A.N.

 

Nº 4-5-6. PLAZA Y COLUMNATA DE SAN PEDRO DEL VATICANO (1656 -1663), ROMA. LORENZO BERNINI.

 

        Introducción.

 

        Estas edificaciones forman parte del conjunto arquitectónico de San Pedro del Vaticano, residencia oficial de los Papas y de la Curia romana. La visión frontal la acapara  la  enorme cúpula de Miguel Angel,  de 131 metros de altura, obra capital del Renacimiento italiano. Sin embargo, y aún siendo importante la iglesia de San Pedro queda casi olvidada detrás de la impresionante plaza y fachada barroca.

 

        Olvidada ya la primitiva concepción de Bramante de dotar a la Basílica de cuatro fachadas iguales sobre planta de cruz griega, se opta por alargar la nave central y cerrar la obra con la fachada de Maderna.  Este conjunto se construyó en el XVII, siglo que en Europa tuvo lugar el cisma luterano y algunos Estados establecieron para su gobierno un sistema político de monarquía absoluta. A esta época corresponde el alargamiento de la nave central de la Basílica, y la amplia fachada, cuya obra corresponde al arquitecto barroco Carlo Maderno.

    

           Análisis formal.

 

           La citada fachada de San Pedro del Vaticano  presenta unas gigantescas columnas de fuste liso, decoradas con capiteles corintios que sostienen un frontón triangular con un relieve del escudo del Vaticano. Sobre la nave de la fachada principal aparece además un cuerpo de ventanas rematado por una balaustrada en la que se sitúan las efigies de los doce Apóstoles. A la puerta principal del Vaticano se accede por una amplia escalinata que pone en contacto la Basílica con la Plaza de San Pedro.

 

         La Columnata de la Plaza es obra del gran arquitecto barroco Gian Lorenzo Bernini. Constituida por dos inmensas alas de cuatro series de columnas de cada, que se abren en una elipsis, prestando un magnífico efecto a la fachada de San Pedro. Bernini toma como punto de partida el eje central, alargado después de las últimas reformas, y sobre él diseña una de las más impresionantes plazas de Occidente.

 

          Así pues, la Plaza de San Pedro del Vaticano es un espacio abierto de forma ovalada, o más bien, circular prolongado, porque está formado por dos arcos de círculo cuyos centros están separados por un espacio de 50 metros. En cada uno de los lados dos fuentes completan el conjunto. En medio de la plaza se levanta el antiguo obelisco egipcio del circo de Nerón. La Plaza está rodeada de cuatro hileras de columnas toscanas, coronadas por un entablamento liso que sostiene una balaustrada, decorada en su parte superior con 140 esculturas que representan a santos y padres de la Iglesia. Este conjunto arquitectónico simboliza los brazos de la Iglesia que acogen a todos los católicos y a su vez magnífica la figura del Papa como representante de Dios en la Tierra.

 

         El efecto de este deambulatorio formado por 296 columnas es impresionante, ya que da la sensación de no acabarse, efecto que nos pone de manifiesto un nuevo concepto de espacio dirigido hacia el infinito.  Bernini quiebra el ideal de perspectiva central que había presidido la arquitectura de Brunelleschi.

 

          La Plaza y Columnata de San Pedro es una de las más importantes manifestaciones del Barroco porque con su planta oval y sus planteamientos complejos y movidos se aleja de la simplicidad del Renacimiento. La luz adquiere un nuevo papel en la percepción total del edificio posibilitando la búsqueda del efecto y disolviendo las formas arquitectónicas.

 

         El conjunto, con el alargamiento del eje axial, que  supera la dimensión de la propia Basílica, va a ser un modelo  a imitar en todas las construcciones barrocas de la época. El sentido de lo colosal y  el tratamiento escultórico de la decoración, propias de Bernini, van a  seguirse en toda Europa.

 

                                                                                                          F.V.V.

 

Nº 7-11. EL PALACIO DE VERSALLES. 1661 - 1756.  FRANCIA

 

MANSART, LE VAU Y LE NÔTRE.

 

        Introducción.

 

        El palacio de Versalles fue construido, en lo fundamental, por Le Vau y J. H. Mansart para responder a las decisión de Luis XIV de trasladar su residencia fuera de París. El Palacio-ciudad iba a albergar todas las funciones del gobierno y la Corte, convirtiéndose en el monumento más espectacular a la monarquía absoluta que puede verse en Europa.

 

         Luis XlV dirigirá el mismo las construcciones ayudado por Colbert, superintendente de edificios, Le Brun, maestro de decoración, y por las Academias, bajo control estatal, que le proporcionaban temas, examinaban proyectos, distribuían trabajos, seguían el proceso de ejecución e imponían su espíritu  (R. Mousnier, H istoria General de las Civilizaciones.)

 

         En Versalles el poder real queda plasmado físicamente en el monumento de modo que el palacio es el elemento que ordena todo el conjunto urbanístico de la ciudad cuyas tres avenidas principales confluyen en la Cour d´honneur que al ir estrechándose paulatinamente hace converger al visitante frente a la habitación del rey, desde cuyo balcón éste se aparecía a sus súbditos.

      

         Por el lado de la fachada interior, las avenidas, parterres y canales del inmenso jardín se despliegan tomando como eje de simetría el que pasa por la misma habitación real que, situada en el centro planimétrico del palacio, se convierte en expresión del absolutismo monárquico, desplazando de este lugar preponderante a la capilla, caso de El Escorial.

 

         La influencia de Versalles, al igual que la de su rey, se extendió por toda Europa convirtiéndose en el referente obligado de todos los palacio de la realeza europea.

 

         Análisis  formal.

 

        Desde el punto de vista del estilo, Versalles es la culminación de lo que se ha dado en llamar el Clasicismo francés, creado a partir de 1630 por una nueva generación de arquitectos como Lemercier, Le Vau o F. Mansart, y cuyas propuestas podríamos resumir en cuatro:

 

         Primero, ligeros saledizos que señalan el centro de un edificio.

 

         Segundo, planta baja con grandes elementos divisorios horizontales formando basamento.

 

         Tercero, contraste deliberado entre distintos tipos de vanos.

 

         Y por último, uso de un limitado repertorio de ornamentos: mascarones, marmitas, figuras echadas sobre los declives de los frontones o en remate sobre los dados de las balaustradas.

 

         Este clasicismo no puede, sin embargo, enmascarar el profundo sentido barroco que aparece en Versalles y que parte de la misma concepción del monumento como una arquitectura puesta al servicio del poder del soberano.

 En primer lugar destaca el sentido de Unidad que nos hace percibir Versalles como un todo único e indivisible en el cual el espacio urbanístico, la naturaleza y el palacio se articulan y encuentran su sentido uno en los otros.

 

         Pero la unidad barroca no es la suma de iguales sino la potenciación de una parte frente a las demás. En este caso, el cuerpo central del palacio que avanza decididamente hacia delante y en el que se encuentra la habitación real y el Salón de los Espejos se convierte en el punto focal de la composición.

 

         Del mismo modo el sentido de lo abierto, lo ilimitado, tan caro al barroco, aparece tanto en la planta del palacio cuyas alas pueden prolongarse ad infinitum, como en la propia perspectiva de la ciudad que se pierde a lo largo de las tres grandes avenidas, especialmente la central que desemboca en los campos Elíseos y en la puerta del palacio del Louvre.

 

         Es, sin embargo, en los jardines donde la pericia de Le Notre creó un amplia panorámica axial que pasa de los parterres de trazados geométricos, al bosquete y de allí se interna en el bosque extendiendo de forma simbólica el dominio del rey hacia el horizonte.

 

        Análisis de la obra.

        El palacio de Versalles tiene su origen en un palacete de caza construido para Luis XIII por Lemercier.

 

         Posteriormente, Luis XIV, deseoso de fijar su residencia en Versalles, encargó a Le Vau en 1668 ampliar el palacio, Le Vau encerró el primitivo palacio, excepto el Patio de Mármol, e inició la construcción de dos nuevas alas laterales que daban al jardín flanqueando una terraza abierta.

 

         El definitivo traslado del gobierno a Versalles provocará una nueva ampliación encargada a J.H. Mansart quien a partir de 1678 construyó, entre otras obras, las dos grandes alas al N. y al S, sustituyó la terraza de Le Vau por el Salón de los Espejos, levantó las Caballerizas y la Orangerie (invernadero para naranjos) y proyectó la Iglesia, terminada en 1710.

 

         Los sucesores de Luis continuaron las obras pero lo sustancial fue terminado en el reinado del rey Sol.

 

         De las dos fachadas del edificio, la fachada pública tiene como centro el Patio de Mármol que conserva el aspecto del palacio de Luis XIII excepto el cuerpo central que fue modificada por Mansart quién, subrayó la habitación real para enfatizar el poder del soberano.

 

          La fachada que da al jardín fue transformada también por Mansart al cerrar la terraza, disponer en su centro un antecuerpo de columnas exentas, y al arquear todos los vanos de la planta central. Aunque con ello se rompía la proporcionalidad, al realizar las alas laterales y repetir la misma distribución, consiguió una poderosa sensación de horizontalidad que compensa eficazmente la extensión del parque al que se asoma. El remate del edificio con una balaustrada adornada con escultura sirvió para ocultar las mansardas.

 

         La grandiosidad de la obra movilizó una ingente tropa de obreros que con ayuda del ejercito desmontó y saneó el terreno para, a continuación, comenzar la construcción. Por orden real se emplearon en su mayor parte materiales nacionales, destacando entre ellos: piedra blanca, ladrillo, mármol, pizarra, madera y vidrios.

 

          Frente a la austeridad decorativa del palacio por el exterior, dentro del palacio (Elsen, 1971) Luis puso un ejercito de artistas y artesanos que adornaron techos y paredes con murales representando acontecimientos de las vidas de los dioses a los cuales sentíase vinculado el rey. La famosa tapicería de los Gobelin y las industrias de cerámica se fundaron como monopolios reales para surtir a Versalles de miles de tapices, alfombras y molduras. Reuniéronse allí 140 tipos de mármoles ..para adornos de paredes y escaleras. Esculpiéronse centenares de tallas en yeso y mármol de dioses, ninfas, desnudos y, naturalmente, de la realeza francesa.

 

        Ejemplo espléndido de estos interiores es el citado Salón de los Espejos. Su longitud espectacular de 76 m. está iluminada por 17 ventanales a los que corresponde en el lado opuesto otros tantos carísimos espejos, rematados por arcos de medio punto y destinados a ampliar ficticiamente la sensación de espacio lateral y a reflejar la luz del jardín.

 

         Le Brun, encargado de la decoración del palacio, concibió el salón como una combinación de mármoles policromos, trofeos en bronce dorado y estatuas antiguas. En el techo narró pictóricamente la historia del reinado de Luis XIV, lo que da como resultado una simbiosis plenamente barroca de arquitectura, pintura y escultura.

 

         Los jardines.

 

         Hemos dejado para el final el elemento más espectacular de Versalles, los jardines realizados por Le Nôtre. Su función era ser escenario de los lujos y placeres de la Corte. Ahora bien, por encima de ello, los jardines deben considerarse como un gesto de propaganda política que demuestra el poder del rey en el dominio de la naturaleza y del agua.

         Le Nôtre ordena la naturaleza y, aprovechando los accidentes del terreno, la domestica creando un espacio racional que no es sino la alegoría de una sociedad perfectamente reglamentada por la mente ordenadora de la autoridad real.

 

        Ya hemos comentado que los jardines deben ser considerados como un todo con el palacio y la ciudad contribuyendo a crear la perspectiva y el sentido de lo ilimitado. Para ello Le Nôtre estructuró el jardín en tres zonas.

En la más cercana al palacio, se taló el bosque para aumentar la vista desde los balcones y se conjugaron los estanques con los parterres en los que los setos, muy recortados, realizan figuras geométricas que combinan con los colores de las piedras y la arena.

 

         En un segundo plano aparece la zona de bosquete que se estructura en torno a la gran cruz que forman los canales. Son doce unidades boscosas que flanquean la avenida principal y entre las cuales se ocultaban maravillas como la Colonada, la Isla Real o la Arboleda de las Cúpulas, en las que se celebraban fiestas y banquetes para las 7000 personas que habitaban en la Corte.

 

         Más allá se abría el gran canal rematado en un estanque octogonal de grandes dimensiones, que permitía la navegación y cuya parte final quedaba conectada con las avenidas radiales entre las cuales se introducía el bosque natural, donde se practicaba la caza.

 

         Fuentes, vasos, estatuas, columnatas y escalinatas realizadas por grandes artistas e ingenieros completaban el conjunto.

     

                                                                                                               L.P.M.

 

Nº 12. PLAZA  MAYOR  DE SALAMANCA (1728-1735)

 

ALBERTO DE CHURRIGUERA

 

           Introducción.

 

         Al acabar la Guerra de Sucesión, Salamanca se fue recuperando tanto demográfica como económicamente, lo que permitió nuevas construcción y reconstrucciones en la ciudad: la  Plaza Mayor, nuevas iglesias y conventes y por fin, se  terminó la Catedral Nueva. La ciudad volvió a vivir un esplendor en las artes y las letras. A finales del siglo XVII llegó a esta ciudad José Benito de Churriguera, que además de su legado artístico, dejó la importa de su familia en obras posteriores.

 

         La primera Plaza del Mercado estuvo situada junto a la Catedral Vieja. Con la expansión de la ciudad hacia el norte, durante la baja Edad Media, el centro de la vida ciudadana se fue desplazando en la misma dirección. La Plaza era una disposición de casas sin una delineación precisa en torna a la parroquia de San martín. En el siglo XVIII el corregidor don Rodrigo Caballero y Llanes, consiguió la licencia para la construcción de una nueva plaza y mando la ejecución de los planos a Alberto de Churriguera (1676-1750), este arquitecto que en ese momento estaba dirigiendo las obras de la Catedral Nueva. En 1729 comenzaron las obras concluyéndose las dos primeras alas a finales de 1733, sin embargo, su continuación se entorpeció por la resistencia de los propietarios particulares a ceder sus casas para a construcción de dicha plaza. Tras la dimisión de Alberto de Churriguera en 1738, el arquitecto Andrés García de Quiñones presenta un proyecto para cerrar la plaza, lo que le daría una mayor regularidad, y contaba con la ventaja de tener que expropiar manos terreno a los particulares.

 

        Después de su aprobación por parte del Consejo de Castilla, y por mandato del rey  Fernando VI, en 1751 se reanudan las obras con la construcción de las otras dos alas y el Ayuntamiento, concluyendo en 1755.

 

        La colocación de los escudos sobre los balcones de la planta principal fue el único rasgos distintivo que se permitió a las casas particulares para distinguirse de las municipales.

 

        El Ayuntamiento, más alto y decorado que los demás optó por no colocar dos torres en los extremos de su fachada tal y como marcaban los planos, dando al conjunto un aspecto más armonioso y equilibrado.

 

        Análisis de la obra.

     

        Esta plaza porticada de planta cuadrangular es de estilo barroco, con la característica decoración española de plazas recortadas, rodeadas de sopórtales de ochenta y ocho arcos de medio punto, en cuyas enjutas se situan medallones con efigies de medio busto. Sobre éstos se alzan tres plantas de viviendas coronadas por cresterías terminadas en flores de lis, símbolo de la corte borbónica. Delante de cada ventana hay balcón con rejas de hierro, a modo de palco para ver cuanto acontecía en la plaza ( generalmente acontecimientos religiosos, políticos y festivos)  En el Pabellón Real, estancia reservadas a las autoridades que presiden las fiestas, con su gran arco y medallón de Felipe V, están representados los reyes de España, desde Alfonso IX hasta Carlos III; en el de San Marín los descubridores, capitanes, héroes y conquistadores españoles: en el de Petrineros, los sabios de España y en el del Ayuntamiento los santos, resaltando un gran relieve de Santiago a caballo. Están representadas figures importantes de la iglesia española relacionada con Salamanca: Santa Teresa de Jesús, de las Leyes, San Francisco de Vitoria y de las letras como Cervantes,…

 

        La espadaña y el reloj son de 1852, obra de Tomás Cafranga, y las esculturas que coronan en el Ayuntamiento fueron realizadas por Isidoro Celaya, y representan a las distintas ciencias: astronomía, agricultura, industria y el comercio.   

 

                                                                                                              A.A.N.

 

Nº 13-14. LA SANTA CAPILLA DEL PILAR DE ZARAGOZA (1750-1765).

 

VENTURA RODRIGUEZ

 

         Introducción.

 

         La Santa Capilla, situada dentro del templo del Pilar, y proyectada por el arquitecto real y académico Ventura Rodríguez Tizón (1717-1785) es un edículo de gran belleza y armonía de proporciones, obra cumbre del Barroco clasicista español, junto con el Palacio Real de Madrid, y de las más sobresalientes de Europa. Gracias al rey Fernando VI y al ministro José de Carvajal, se pudo contar con la excepcional intervención de Rodríguez, que preparó los planos y alzados para el sagrado recinto entre 1750 y 1754.

 

       Condicionamientos y características del proyecto.

         

      

 

         El arquitecto madrileño tuvo que resolver en el proyecto un gran inconveniente, el hecho de que no se pudiera mover el sagrado pilar de la Virgen del lugar en el que, según la tradición, lo habían colocado los ángeles en la madrugada del 1 al 2 de enero del año 40, cuando se produjo la Venida de la Virgen a Zaragoza para confortar a Santiago y los primeros Convertidos. La construcción de la Santa Capilla se dilató desde 1754 hasta 1765, y se financió con dinero de las rentas del arzobispo Francisco Ignacio de Añoa, y con otros donativos y limosnas de los fieles. Ventura Rodríguez confió la dirección de las obras al destacado escultor zaragozano José Ramírez de Arellano, que fue su hombre de confianza, y con él colaboraron el maestro de obras Julián Yarza y el cantero Juan Bautista Pirlet.

 

         Descripción formal e iconografía.

 

         Concibió Rodríguez la Santa Capilla con un gran sentido escenográfico, como un gran baldaquino, de perfiles curvilíneos, con tres fachadas o pórticos fragmentados por columnas exentas sobre pedestales. Con las aberturas en la cúpula le confirió ligereza y puso su espacio interior en relación dinámica con el exterior del mismo, es decir, con el espacio de la basílica del Pilar que le circunda. Se inscribe dentro de una estética del barroco clasicista, y a la hora de proyectarla Rodríguez tuvo muy en cuenta los referentes de Bernini y de Filippo Juvara.

 

          En la construcción del recinto se utilizaron ricos y variados materiales pétreos: jaspes de Tortosa para las columnas, otros jaspes procedentes de canteras aragonesas de Ricla, de Tabuenca y piedra de la Puebla de Albortón para zócalo, entablamento y otras partes del templo. A ellos se unía el bronce dorado en basas y capiteles de orden corintio. El cierre de la cúpula se hizo en madera pintada al exterior y dorada al interior, para que resultase más ligera. A través de los huecos curvilíneos de la misma se contempla la gran decoración al fresco que pintó Antonio González Velázquez en la gran cúpula que se levanta sobre la Santa Capilla.

 

          Estatuas de santos y ángeles en estuco blanco adornan la cubierta exterior del templete y le confieren vistosidad dentro del sentido escenográfico que se persigue con el conjunto. El interior de la Santa Capilla es como una enorme concha, definida por lo curvilíneo y los juegos de concavidades y convexidades. En él se integran perfectamente las artes de la escultura, de los estucos y de la arquitectura, con un programa iconográfico de exaltación mariana. El muro de los altares cataliza el centro visual desde cualquiera de los accesos. Para equilibrar el altar-hornacina donde está la Virgen del Pilar, José Ramírez de Arellano y su taller hicieron en mármol blanco de Carrara los altorrelieves de la "Venida de la Virgen del Pilar", en el centro, y el grupo de "Santiago y los Convertidos" en la hornacina de la izquierda. Esos grupos son de una gran hermosura y en ellos los influjos de la escultura barroca italiana son evidentes, sigularmente los de Bernini, apreciables en los rayos de bronce dorado que aparecen detrás del grupo de la Venida de la Virgen.

   

          Otros destacados escultores académicos, como Carlos Salas o Manuel Álvarez, labraron con primor los medallones ovales que se disponen alrededor del recinto, con escenas de la Vida de la Virgen. El propio Carlos Salas esculpiría pocos años después, en 1767-1769, el gran relieve de la "Asunción de la Virgen" en el trasaltar de la Santa Capilla.

 

          En la Santa Capilla del Pilar, la retórica de la persuasión del Barroco alcanza aquí una de sus más genuinas y más brillantes plasmaciones. El fiel, por medio de los sentidos, se pone en comunicación espiritual con la Virgen, que a fin de cuentas es lo que se pretendía.

 

                                                                                                          A.A.N.

 

Nº 15. LA FACHADA DEL OBRADORIO. FACHADA DE LA CATEDRAL DE SANTIAGO (1738-1747). FERNANDO CASAS Y  NOVOA.

 

         Introducción.

 

         El barroco español dará grandes obras  religiosas, no en vano somos uno de los paladines de la Contrarreforma. Estas servirán de propaganda del amplio poder de la iglesia. Así, esta fachada completará un edificio ya estandarte de la religión católica.

 

            El desarrollo de la arquitectura en Galicia va a tener un esplendor que no existirá en el resto del país. La crisis económica que sucede en el país también la afecta, pero sin embargo, si la clase popular se resiente, habrá un clero bien organizado con tierras que sacará beneficios. Estos podrán ser invertidos en la construcción de espléndidos edificios que reflejan el poderío alcanzado por el clero. Así, será el clero enriquecido el que levantará en Galicia una arquitectura barroca de muy superior calidad que la del resto del país. Se nos presenta una dura contraposición entre la situación social de una Galicia agrícola y gremial empobrecida por levas, exacciones, escaseces y epidemias y la riqueza empleada en fastuosas construcciones. Galicia tenía muchos hijos en puestos clave, en la corte y en los estados de la corona, sobre todo en América, que hicieron llegar aquí importantes caudales. Las grandes rentas, los diezmos y foros se vieron incrementados por la presencia de nuevos cultivos, primero el maíz ( millo gordo) y luego la patata. En cuanto a la catedral de Santiago se había enriquecido por los “votos de Clavijo” y por los “de Granada”, además de una pensión de dos mil ducados anuales para las obras de la basílica por concesión de Felipe IV y  de muchos legados testamentarios. También favorecían las construcciones de la Catedral las exenciones que ,desde la Edad media, disfrutaban quienes trabajaban en ella, libres de toda prestación y servicio, exenciones que alcanzaban incluso a los carreteros. Ante la Catedral es difícil imaginarse el cúmulo de gestiones, la difícil organización con promotores, mayordomos, maestros, aparejadores, obreros y los problemas de acopio de material.

 

         La gran categoría de la construcción también se debe a la facilidad de obtener buenos materiales “in situ”. Muy especialmente hay que aludir a la piedra granítica, que con la habilidad de los canteros gallegos, dará una gran calidad artística. Otra razón añadida es la presencia de una generación de arquitectos con amplia formación y gran habilidad técnica.

 

         El barroco compostelano tiene su origen ya en el siglo XVII, con el apoyo de José de Vega y Verdugo, canónigo culto partidario del barroco. La ciudad se convierte en un centro artístico de importancia. Maestros de obras como: Melchor de Velasco, Pedro de Monteagudo, José Peña del Toro o el conocido Domingo de Andrade,  autor de la Torre del Reloj de la catedral compostelana y del final de la torre de las campanas, con un logrado efecto ascensional que recuerda a la fachada del Obradoiro. Sin embargo será en el siglo XVIII con Casas y Novoa y la fachada del Obradoiro cuando el barroco alcance su máxima cota.

           

         Uno de los principales arquitectos gallegos será Fernando Casas y Novoa. Quizá nacido en Santiago, enviado a Lugo por Fray Gabriel Casas, en 1708, director de las obras de aquella catedral desde el año siguiente, volvió a Santiago para proseguir la obra de la Capilla del Pilar, iniciada en 1711 por iniciativa del Arzobispo Monroy y comenzada por Andrade. Son nuevos aquí el empleo de ornamentación geométrica, perspectivas que amplían las  ventanas y un total revestimiento de jaspes y estucos.

           

          En Galicia, y especialmente Compostela, existirá una escuela regional  de gran originalidad. La dureza del material tan típico en Galicia, el granito, obliga a los arquitectos a limitar la ornamentación, que es sustituida por combinaciones de figuras geométricas.

           

          Análisis de la obra.

 

        El conjunto del Obradoiro está constituido por las dos torres, el retablo o mejor arco triunfal del centro y el soporte horizontal que subraya la verticalidad de este conjunto con las líneas del Palacio  y del edificio claustral .Las torres destacan en su línea ascensional tanto que han sido hasta  alabadas por  Machado “gigante centinela   de piedra y luz, prodigio torreado” o Gerardo Diego “creced, pujad , torres de Compostela”.

           

         Pero la obra fundamental de Casas es la fachada, propiamente dicha, que liga y da sentido a las torres, constituyendo con ellas una unidad. Cuando Casas se hizo cargo de la fabrica del Obradoiro estaba ya terminada la torre de las campanas, herida por un rayo en1729. Casas parte de una idea a modo de tríptico con las portezuelas cubriendo parte de las torres románicas. Desde el segundo cuerpo se refuerza el movimiento ascensional, finge un interior más amplio, crea un apoyo para el lanzamiento de los cuerpos superiores y además aprovecha para iluminar el interior. Hay un especial énfasis en el subrayado de la verticalidad de la línea del centro: parteluz de puerta y claraboya, escudo, ventanales superpuestos, arco, hornacina, cupulín. En las torres Andrade había jugado con elementos más sencillos. Al realizar la traza se mantuvieron los dos cuerpos bajos, laterales, de refuerzo. Casas proyectaba, sobre ellos, plataformas de base triangular. En la decoración, las enormes volutas terminadas en bellotones macizos, contrastan con lo pródigo de una ornamentación minuciosa, que a veces evoca el plateresco como en las columnas y otras avanza hacia el Rococó, por ejemplo, en las sobrepuertas. Hay una sensación de espiralidad introducida por las volutas. Y un cuerpo inferior que avanza como es las escaleras de acceso  desde la plaza.

 

        Hay en esta obra, como en casi todo el barroco santiagués, un poderoso influjo del retablismo sobre la arquitectura. Se recogen las soluciones adaptadas por los entalladores. El granito, que ofrecía tanta resistencia al preciosismo decorativo imponía a veces soluciones que reforzaban la grandiosidad de las fábricas. Punto importante de esta obra es su capacidad para revelar al exterior las estructuras interiores, en el exterior se trasluce la ordenación interior de la catedral románica con sus tres naves y su triforio.

           

          Los motivos ornamentales de carácter bélico se justifican aquí por la advocación a Santiago como  “defensor almae Hispaniae”. La obra escultórica se debe a maestros santiagueses: los Fernández, Vaamonde, Pose, López, Ramos, Montero, Gambino, Lens y Nogueira.

                                                                                       A.V.T.

           

 Nº 16. EL BALDAQUINO DE SAN PEDRO DEL VATICANO (1624-1633), OBRA DE LORENZO BERNINI.

 

           Introducción.

 

           Esta obra fue realizada por Gianlorenzo Bernini y su taller en bronce (dorado y en su color) y mármol, mide 28,5 metros de altura y se halla en la basílica de San Pedro del Vaticano en Roma.

 

         Al poco de llegar al papado el cardenal Maffeo Barberini con el nombre de Urbano VIII (1623-1644), encargó al que sería su artista preferido y protegido, Gianlorenzo Bernini (1598-1680), la realización de un gran mueble litúrgico sobre el lugar donde se halla la tumba de San Pedro, centro neurálgico y significativo de la basílica vaticana, bajo la gran cúpula que había levantado Miguel Ángel. Bernini concibió una obra grandiosa, primera obra barroca de significación universal, a modo de gran dosel o baldaquino sobre el altar mayor. Puesto que hacía falta mucho bronce para hacer las cuatro columnas gigantes que lo soportarían, con el permiso de Urbano VIII fundió las enormes placas antiguas de revestimiento que cubrían el pórtico del Panteón de Roma, lo que le valdría al papa Barberini duras críticas. El remate o coronamiento fue modificándolo Bernini conforme fue ejecutando el baldaquino.

 

         Descripción formal e iconografía.

   

        El baldaquino es una obra majestuosa, perfectamente integrada en el interior de la basílica, convirtiéndose en eje visual y elemento dinamizador de su espacio interior, desde la entrada hasta la cabecera, donde años después Bernini haría la gran Cátedra de San Pedro. Está formado por cuatro gigantescas y dinámicas columnas torsas o salomónicas con capitel de orden corintio, elevadas sobre pedestales de mármol de Carrará, en cuyos frentes aparecen los escudos papales del promotor, con las abejas de los Barberini. Esas columnas helicoidales, decoradas con acanaladuras y remitas de laurel en su fuste, recreaban las que había habido en la antigua basílica paleocristiana de San Pedro del Vaticano, y aludían a las que se decía habían existido en el Templo de Salomón en Jerusalén.

 

         Esas columnas, con su perfil vigoroso, se elevan hasta sostener un aéreo entablamento con lambrequines colgantes, adornados con las abejas de los Barberini, y que reproducen los colgantes de telas ricas que aparecían en los doseles utilizados, con carácter provisional, en las grandes celebraciones religiosas de Roma. Cuatro grandes volutones ondulantes remataban el edículo que carece de cerramiento real para darle una sensación de ligereza; el aire y la luz penetraban desde el exterior provocando efectos desmaterializadores. Cuatro ángeles mancebos, que sujetan los cordones del dosel, y unos aéreos angelitos, portando los símbolos papales (tiara y llaves de San Pedro) dinamizan el remate y le confieren el carácter escultórico al baldaquino.

 

          Función y significado.

 

          Este gran baldaquino, que asemeja un gran palio procesional, al situarse sobre la tumba de San Pedro, primer papa, adquiría un profundo significado religioso, pues exaltaba al papado, cuya primacía en la Iglesia negaban los protestantes, y proclamaba su legitimidad. Por otra parte, Bernini quiso hacer esta obra perdurable para glorificar al papa promotor, Urbano VIII, cuyos visibles y reiteradas escudos actúan como elementos parlantes que manifestasen su grandeza y actuaciones en siglos posteriores.

 

          El influjo del Baldaquino de San Pedro del Vaticano fue inmediato y amplio, con imitaciones en Italia, España, especialmente de Aragón, Alemania, Austria e incluso Francia, aunque en este último país con un lenguaje más clasicista.

 

                                                                                                             A.A.N.

 

Nº 17-19. EL ÉXTASIS DE SANTA TERESA (1647-1652). ROMA

LORENZO BERNINI    

 

             Introducción.

          El grupo escultórico El Éxtasis de Santa Teresa, realizado por Gian Lorenzo Bernini entre 1647 y 1652, se encuentra ubicado en la capilla de los Cornaro de la iglesia romana de Santa María de la Victoria. Constituye uno de los más bellos ejemplos de la estatuaria barroca.

     

          Bernini nació en Nápoles el 7 de diciembre de 1598 e inició su aprendizaje artístico en el taller de su padre, el pintor y escultor Pietro Bernini quien, en 1605, se trasladó a Roma con su familia a instancias del papa Pablo V para realizar un relieve de mármol en la iglesia de Santa María la Mayor.  La actividad artística del joven Gian Lorenzo en el taller de su padre no pasó inadvertida para el Papa ni para el cardenal Scipione Borghese que pasó a ser su mecenas hasta 1624. Para él realizó estatuas y grupos (el David, Plutón y Proserpina, Apolo y Dafne, etc.) que todavía hoy se encuentran en la Villa Borghese.

 

Después de la subida al papado de Urbano VIII, las empresas artísticas de Roma se  concentran en sus manos y Bernini será el escultor por excelencia. Desde entonces se ocupará casi exclusivamente de obras religiosas. En 1629, tras la muerte de Maderno, fue designado “arquitecto de San Pedro” aunque su actividad en la Basílica había empezado cinco años atrás con el baldaquino. La mayor parte de la obra escultórica, decorativa y arquitectónica, se extiende desde 1630 hasta su muerte en 1690.

Al igual que Pedro Pablo Rubens,  Bernini fue un profundo y devoto católico que aceptaba sin cuestionarla la filosofía del Estado absolutista y de la Iglesia. Educado en el espíritu jesuítico,  alcanza profundamente el sentido contrarreformista. Sus cualidades personales hicieron de él un favorito y un líder: sirvió a ocho papas, varios monarcas e innumerables cardenales y príncipes con éxito casi ininterrumpido. De su taller salieron multitud de obras en las que el trabajo hecho por sus ayudantes fue, en ocasiones, más abundante que el suyo propio. Pero el sello del maestro se muestra inconfundible en todas y cada una.

Su gusto escultórico fue formándose a través de las obras del Vaticano: Laoconte, el Apolo Belvedere, Antinoo, los torsos helenísticos, etc. Tomó apuntes de Miguel Ángel, Giulio Romano y de las Estancias de Rafael poniendo especial interés en aquellas composiciones en las que el movimiento y el equilibrio primase sobre otros aspectos.

El Éxtasis de Santa Teresa, Constantino de la Scala Regia y la beata Ludovica Albertoni de San Francesco a Ripa son las tres grandes obras de su etapa de madurez. Las concibe para formar parte de espacios interiores y dentro de un marco en el que se combinan y funden las tres artes: arquitectura, escultura y pintura, seleccionando materiales de distintas calidades y colores. Añade además una iluminación específica para cada caso en relación con la iconografía y el mensaje que quiere transmitir consiguiendo ambientes escenográficos capaces de sorprender al espectador que queda incluido como un elemento más del conjunto participando de la representación desde un lugar, o punto de vista, previamente pensado por el artista.

El encargo.

  Bernini siempre consideró que la primera de ellas, El Éxtasis, fue la obra más bella realizada por él. El lugar en que se encuentra se debe al patriarca  de Venecia cardenal Federico Cornaro que decidió construir su capilla fúnebre en el lado izquierdo de la pequeña iglesia de Santa María de la Victoria encargando a Bernini la decoración de la misma. La arquitectura comenzó a construirse en 1647 y la decoración escultórica se prolongó hasta 1652.

Análisis formal. Iconografía.

 

El grupo de Santa Teresa y el Ángel aparece bajo una luz celestial en el interior de un nicho  lujosamente articulado sobre el altar. La hornacina elíptica que alberga las figuras está flanqueada por columnas dobles que sustentan un rico entablamento curvo. La tonalidad oscura de sus materiales sirve para realzar la escena del interior.

   Bernini pone en práctica toda su experiencia como decorador  de escenarios y concibe la capilla como un gran cuadro en el que se combinan arquitectura, escultura y pintura. En la bóveda se finge pictóricamente un cielo con un grupo de ángeles del que ha descendido el serafín protagonista.

 

 En las paredes laterales de la capilla aparecen los miembros de la familia Cornaro arrodillados tras unos reclinatorios y observando el milagro del altar en una arquitectura ilusionista que más parece una prolongación del espacio en el que se mueve e integra al espectador. Tanto éste como los Cornaro  pertenecen a este mundo; frente a ellos, un mundo sobrenatural, celestial…

Continuando con el símil del cuadro, la escena principal en la que convergen todas las perspectivas, El Éxtasis, resulta distante y pequeña para una visión frontal desde la iglesia. Al acercarnos, perdemos la visión lateral de la capilla y va tomando importancia el motivo central: vemos, sobre una nube ingrávida, y caída frente al ángel, la figura de la santa cuyos ropajes aumentan su volumen desbordando los límites de la nube. La actitud  desvanecida, sin fuerza, parece aumentar su peso y acentúa la inquietud del espectador.

La mano izquierda cae insensible y sus pies quedan suspendidos en el aire. La única anatomía visible queda reducida al rostro, las manos y los pies descalzos. El resto, una  masa de ropaje que cae en forma de cascada cuyo peso parece ahogarla, arrastrarla hacia abajo mientras intenta elevarse con los ojos semicerrados, en pleno éxtasis, como si se resistiera a caer. Bernini se vale de medios externos para  revelar un estado interior y utiliza para ello un recurso ya utilizado en la Antigüedad: el pathos helenístico, apropiado para la representación de cualquier estado doloroso, arrebatado, trágico, en cualquier época y en cualquier tipo de representación artística. En este sentido, es evidente el paralelismo entre las expresiones del rostro de la santa y de Laoconte.

Aproximándonos más y centrándonos en su rostro, apreciamos con detalle la escena representada y que coincide con la descripción que hace la santa de su propio éxtasis:

“…veía un ángel cabe mí hacia al lado izquierdo en forma corporal (…) no era grande sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece que todos se abrasan. (…) Veíale en las manos un dardo de oro largo y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter con el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay que desear que se quite (…) No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, aún harto. Es un requiebro tan suave, que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento”.   (Vida, cap. XXIX).

     

         El ángel, muy delicado, es el perfecto contraste de Santa Teresa: aparece de pie frente a la posición diagonal de ella y su rostro sonriente, angelical, la observa a la vez que con su mano izquierda le toma el manto y con la derecha eleva la flecha que va a clavar en su pecho. El cuerpo,  parcialmente desnudo, aparece con un ropaje pegajoso, llameante que parece ceñirse a su anatomía y totalmente distinto al ampuloso y áspero manto de la santa.

     

          Las figuras, como toda la estatuaria de Bernini, parecen moverse libremente abriendo el espacio en profundidad y admitiendo en ese espacio al propio espectador. Es un ejemplo de perspectiva en la escultura.

     

          Bernini utiliza también otros recursos estilísticos como la luz y el color , necesarios para ese enfoque pictórico que le da a la obra. Necesitaba un decorado policromado en el que integrar las figuras y objetos y utiliza el bronce y el mármol tanto para  el énfasis como para le impresión pictórica irreal.

 

Función y significado.

 

         La luz que cae a través de un vano oculto tras el frontón se materializa en los rayos dorados que rodean al grupo sirviendo de realce al clímax del momento. Bernini la utiliza siguiendo la tradición pictórica barroca: una luz celestial dirigida santifica los objetos y personas a las que ilumina y las elige como receptoras de la Gracia Divina.

    

         Sin ser un intelectual preeminente en el sentido en que lo habían sido Miguel Ángel o Leonardo, Bernini fue extraordinariamente sensible a los acontecimientos culturales de su tiempo. Sus creaciones representan la culminación  de las aspiraciones religiosas, políticas y humanas de su época. Son, además de autobiográficas, la propia autobiografía de su tiempo.

 

                                                                                                           E.L.B.

Nº  20. APOLO  Y  DAFNE (1622-1625). BERNINI

 

        Introducción.

 

        La escultura denominada Apolo y Dafne fue realizada por Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) en mármol, entre 1622 y 1625, y se encuentra en la Galleria Borghese de Roma.

 

       Gian Lorenzo Bernini es un artista polifacético, aunque el se sintió sobre todo escultor. Su obra tanto religiosa como profana está llena de teatralidad y sentimiento y desea comprometer emocionalmente al espectador. Su capacidad técnica y su libertad de planteamientos conceptuales hacen de él un maestro indiscutible de la escultura barroca.       

 

        Apolo y Dafne pertenece al grupo de las esculturas realizadas para la colección Borghese, junto con El rapto de Proserpina (1621-22) y David (1623-24). Las tres representan el momento en el que empieza a romper con las formas clásicas en los aspectos formales incorporando el movimiento impetuoso y en los psicológicos, abandonando los relajados rostros renacentistas para pasar a mostrar sentimientos y pasiones humanas.

 

        Análisis de la obra.

 

        La obra es un grupo escultórico formado por dos figuras humanas, una femenina y otra masculina. Representa el momento en que Dafne empieza a convertirse en laurel. Dafne, una ninfa, era amada por Apolo, pero ella no le correspondía. Ante la insistencia del dios, huyó de él, hasta que, vencida por la fatiga y a punto de ser alcanzada por su enamorado, la joven suplicó a su padre Peneo, dios-río de Tesalia, que cambiase su figura para librarse de Apolo. Su padre escucha sus súplicas y la  transforma en laurel. Ante esto, Apolo contestó: “puesto que no puedes ser mi esposa, al menos serás mi árbol “. Este relato mitológico está narrado por Ovidio en la “Metamorfosis” y era un tema que se había representado frecuentemente en la pintura, pero muy poco en la escultura. Bernini realizó esta obra a petición del cardenal Borghese.

 

         La utilización del mármol como material exclusivo permitió al artista mostrar su virtuosismo técnico en el tratamiento de esta piedra y lograr sorprendentes calidades en los diferentes elementos que forman la obra. La plasmación de las diversas texturas permite diferenciar con gran detalle las partes que la forman: las ropas, el cuerpo humano desnudo, las ramas y el tronco del laurel  y la roca que sirve de base al grupo. La variedad de texturas empleadas, tersura y suavidad para las carnaciones, oquedades y ondulaciones para el cabello, rugosidades para el tronco del laurel......etc., permiten obtener una vivísima sensación de realidad.

    

         Pero lo más significativo de esta obra es el movimiento: éste es su rasgo definitorio. Todo en la obra contribuye a ello, todo en ella es muestra de dinamismo: las figuras representadas corriendo, vemos esto por la posición de las piernas y por la agitación de los paños y de los cabellos. La línea abierta de la composición hace que brazos, piernas y cabellos se lancen al espacio en todas las direcciones; la posición inestable de los protagonistas apoyados en un solo pie, y en el caso de Dafne, con  su cuerpo  prácticamente en el aire; y, por último, las líneas diagonales que son la base de toda la composición. En definitiva, nos encontramos con una obra que es puro movimiento en acto, una de las principales características de la escultura barroca frente al estatismo o movimiento en potencia propio del Renacimiento.

 

        Significado.

 

         La dimensión temporal sugerida por la obra es el instante fugaz, el momento en que Dafne empieza a metamorfosearse en laurel, es decir, el momento culminante de la narración de Ovidio. Éste es el que ha elegido Bernini para representar en su obra, porque al mostrar la transformación de la ninfa, mitad mujer, mitad árbol, nos habla del cambio, del transcurso del tiempo y de las modificaciones de la apariencia, convirtiéndose en paradigma de la vida, de la que sólo vemos la constante variación de sus formas externas.

      

        Otro de los aspectos importantes de esta escultura es la expresión de los sentimientos humanos propios del dramatismo del tema que esta representando, lo que le da una gran teatralidad tan propia del barroco. Dafne muestra una gran intensidad expresiva a través de su boca entreabierta, sus cabellos erizados y su cabeza inclinada, contrastando vivamente con Apolo que contempla absorto como su víctima se está convirtiendo en árbol.

   

        Apolo y Dafne es una obra de juventud del artista y uno de sus primeros grupos escultóricos, en este momento está todavía muy influenciado por la escultura clásica, lo que plasma en la belleza idealizada del cuerpo de los personajes representados, pero esta obra ya muestra muchas de las características de su obra posterior y plenamente barroca, como son: naturalismo idealizado, captación del instante, representación de texturas, dinamismo y teatralidad.

 

                                                                                                      A.L.L.

 

Nº 21-22. CRISTO YACENTE, 1612. MUSEO NACIONAL DE ESCULTURA DE VALLADOLID. GREGORIO FERNÁNDEZ (1576-1636)

 

         Introducción.

 

En España durante el siglo XVII  prácticamente toda la escultura es religiosa, estatuas de santos, vírgenes y escenas de la Pasión  forman parte de la imaginería de la época; son obras destinadas a los altares y a ser paseadas por las calles y en todos los tiempos han provocado el fervor popular, constituyendo un género particular de la plástica española.

 

         El arte va a ser utilizado por la Iglesia Católica  en la contienda entre la Reforma y la Contrarreforma, como un medio de propaganda y difusión de la fe. Por medio de las imágenes  y de la expresión de éstas se intenta hacer participar al espectador de lo que está viendo. El sentimiento religioso, la fe del pueblo y su visión realista son las características del momento. Este realismo se refleja en los detalles efectistas ( pelo natural, ojos y lágrimas de cristal ) y en la fuerza expresiva  concentrada sobre todo en los rostros, miradas y manos.

 

         Casi todas las obras se hacían en madera policromada. El uso de este material, tallado y posteriormente pintado, contribuía sin duda a acentuar el sentido dramático, convirtiendo a la imagen  en un elemento expresivo de primera magnitud. La escultura castellana del XVII entronca con la tradición de escultura en madera policromada del siglo XVI. Las figuras aparecen aisladas o agrupadas, desarrollando escenas en retablos y pasos procesionales.

 

         El desarrollo de la imaginería corresponde a toda España y la realización de obras es muy amplia; sin embargo, los grandes focos de producción son: Valladolid y Sevilla.  El primero, al que corresponde la obra que estamos analizando, tiene a su principal representante en Gregorio Fernández  y el segundo a Martínez Montañés.

 

          Análisis de la obra.

 

          El Cristo yacente  es pues una obra de Gregorio Fernández, figura clave de la Escuela Castellana. Representa a Cristo muerto, con la cabeza inclinada hacia la derecha y los párpados y boca entreabiertos, pero con un cuerpo de gran belleza. Sin embargo, el artista consigue plasmar el dramatismo con llagas y heridas sangrantes y acentúa el realismo mediante la colocación de ojos y lágrimas de cristal.   El artista en esta obra plasma el dolor, poniendo el realismo al servicio de la expresión. El tratamiento del tema  y los recursos estéticos permiten al espectador identificarse con el sufrimiento representado por el acercamiento del hecho religioso a la sensibilidad del creyente. Es la retórica de la persuasión.

 

        En la obra de Gregorio Fernández  se va a ver reflejado el ambiente de religiosidad que domina el siglo. Además  es el escultor de muchos de los pasos procesionales vallisoletanos. Su primera obra se fecha en 1605 y hasta su muerte, en 1636,   la actividad fue intensa. Representó en su momento la ruptura con las formas anteriores manieristas  y dio  un nuevo sentido a la naturalista a la anatomía humana y a las formas, que pasan por las líneas quebradas de potente claroscuro y por las rítmicas ondulaciones barrocas.

 

        Realizó grandes conjuntos escultóricos, como son los retablos de las Huelgas, de las catedrales de Valladolid y de  Plasencia; prototipos individuales como Santa Teresa, las imágenes de San Ignacio y San Francisco Javier y las Vírgenes de las Angustias. Pero son  los Cristos yacentes  las obras más conocidas y también las más dramáticas.

 

         La escuela castellana no se extinguió con Gregorio Fernández; sus seguidores continuaron creando este tipo de imágenes y las difundieron por todo el país transmitiendo en ellas la expresión plástica y el sentimiento trágico que había caracterizado a su maestro. El tema del Cristo yacente quedará como modelo para discípulos y seguidores.

                                                                                                            F.V.V.

    

Nº 23. LA PURÍSIMA CONCEPCIÓN O INMACULADA, 1655-1656. CAJONERA DE LA SACRISTÍA DE LA CATEDRAL DE GRANADA.

 

ALONSO CANO (1601-1667).

 

         Introducción.

 

         Mientras en otros países europeos apreciamos una escultura barroca en mármol y bronce de origen berniniano, en España se desarrolla la escultura de madera policromada con carácter religioso que se pone por entero al servicio de la sensibilidad piadosa de la Contrarreforma. Un arte puramente nacional.

 

        El gobierno de los Austrias y de los Borbones determinaran un modo de pensar y de vivir que modelaron la sociedad, tanto en lo político como lo religioso. El aspecto religioso estará presidido por imágenes referidas a Cristos, Santos y a la exaltación de las devociones marianas. La imagen de la Inmaculada Concepción toma mucha importancia. La defensa del carácter inmaculado de María se convirtió en cruzada en la que intervino la Corona, las órdenes religiosas, los fieles –el dogma sería definido siglos después por Pío IX-. Felipe IV por un decreto prohibió que nadie fuese admitido a los grados académicos de las universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid si antes no firmaba y juraba la defensa de la fe en la concepción inmaculada de la Virgen María.

        

         Los escultores no sólo tienen una preparación propia de su oficio sino también eran hombres cultos. El autodidactismo no sirve y el aprendizaje era obligado. Se estaba bajo el maestro y bajo su personal dirección. También era básico en el artista la iniciación del dibujo.

         La policromía se solía encomendar a los pintores especializados pero la realizan también los mismos imagineros y surgen enconadas polémicas.

El importe de la obra solía convenirse previamente. Después era frecuente una tasación.

         La escultura barroca española se caracteriza por su realismo, expresividad, sentimiento religioso y teatralidad. A la escuela andaluza, y en concreto a la Escuela de Granada pertenece ALONSO CANO (Granada 1601-1667). Fue aprendiz de Francisco Pacheco en Sevilla y amigo de Velázquez. Después pasó a Madrid, en1638, como pintor del Conde Duque de Olivares.

 

       Tras varias estancias en Granada, Madrid, de nuevo Granada. En 1652 retornó a Granada como racionero de la Catedral, donde realizó la fachada de la misma.

 

         En Granada durante el último período, Alonso Cano, dedicó sus obras a conventos y monasterios. De una forma especial hay que destacar la “Inmaculada” del oratorio de la Catedral de Granada, realizado para el remate del facistol del coro, representada casi niña, tal y como recomendaba Pacheco, con silueta fusiforme y delicadísima expresión.

 

         Análisis de la obra.

 

         La talla es de madera de cedro policromada, ojos pintados en la madera, túnica blanca verdosa y manto azul oscuro con pliegues que se curvan y retuercen para que la inquietud con que se agitan sirva de contraste a la serenidad y pureza del rostro y de las manos, repintados en el S. XVIII.

 

        Su composición marca una evidente novedad en cuanto que se inscribe en dos trapecios que se apoyan por sus bases mayores, coincidiendo con la cintura, lo que contribuye a un evidente sentido de levitación con auras de expresión sobrenatural. El manto, muy rugoso y dinámico, ofrece un pensado claroscuro.

 

         En la nube de apoyo se insertan tres cabecitas angélicas y los cuernos invertidos de la luna.

 

         El cuello es tubular, los dedos finos largos y bien torneados, los pies están cubiertos por la túnica, según fórmulas parlantes utilizadas en versiones de la Theotocos (madre de Dios, ofrece al Niño una fruta o una flor.

Los cabellos caen lisos y suaves sobre hombros y espalda, ceñidos a ellos para no alterar la belleza de su línea, y las manos juntas, al desviarse ligeramente a un lado, evitan una disposición demasiado simétricas.

El rostro, casi infantil, con enormes ojos rasgados, nariz fina y boca diminuta, es la realización más perfecta del ideal de belleza que Cano persiguió siempre a través de toda su obra; belleza que traspone la pura forma para trascender a lo espiritual, y su mirada abstraída parece vuelta hacia su interior, como arrobada en su misterioso destino.

 

         La policromía es primorosa. La nube de la peana se matiza de oro, según la vieja técnica del estofado.

 

         Iconográficamente es una de las versiones teológicas más agudas y veraces del misterio de la Virginidad de María, interpretada como Niña, concebida desde el primer instante de su Ser, sin mácula alguna de pecado, impecable por la Gracia del Espíritu, absorta en hondísima meditación sobre su Divina Maternidad, una de las obras cumbre, en fin, de la plástica mariológica de la catolicidad.

 

         Se puede decir que esta imagen es la forma plástica mariana más perfecta en el tema. Es copiada y se hacen versiones, pero no llegan a igualar a este modelo.

         Su influjo fue extenso; pero más profundo entre sus contemporáneos.

                                                                                     

                                                                                                     I.G.L.

 

Nº  24. MAGDALENA PENITENTE, 1664. MUSEO DE VALLADOLID.

PEDRO DE MENA (1628-1688)

 

         Introducción.

 

         La escultura española barroca presenta características muy diversas según las zonas. El realismo en algunas obras es sorprendente, con gusto por la intensidad patética o sentimental.La iconografía religiosa tradicional se va renovando con la santos introducidos por la Contrarreforma. La devoción por las imágenes es intensa e incluso llegan a tenerse en las casas (imágenes urna).

 

        Pedro de Mena nació en Granada en 1628, y falleció en Málaga en 1688. Era hijo de un modesto escultor granadino, Alonso Mena. Pedro trabajaba la herencia estética y morfológica paterna con el fin de mejorar sus conocimientos, cuyo objetivo era producir obras de interés. Se presenta como un técnico habilísimo.

 

        Al año siguiente de morir su padre, se casó muy joven (diecinueve años ?) con Catalina Victores (trece años ?) y tuvieron trece hijos, algunos se dedicaron a la vida religiosa.

 

        Se reunían en su casa los personajes más ilustres de Granada, por lo que contribuyen a enriquecer la cultura.

 

        Ordenó que le enterraran en la entrada de la puerta de la iglesia de los monjes recoletos del Cister para que “todos lo pisasen”, en señal de humildad.

 

        Cuando Cano llega a Granada (1652) Mena ya era un profesor acreditado, pero éste encontró al maestro que necesitaba. Fue dócil seguidor de Cano. Realizó bastantes obras como “San Francisco”, “Santa Clara”, etc. Desde 1658 se estableció en Málaga y le encargan completar la “Sillería del Coro” de la catedral de Málaga (1648-1662) de cedro sin policromía, con un amplio repertorio de figuras de santos. En otras de sus tallas utilizó también la madera, la piedra y el barro para la realización de sus obras.

 

        Pedro de Mena penetra en los estados afectivos del alma, siéndole familiar la mística en “San Francisco de Asís” y la “Magdalena”.

 

        Análisis de la obra.

 

        La obra de la “Magdalena Penitente” es llamada también “de la Visitación” o de “San Felipe Neri”. La imagen está tallada primorosamente en madera de cedro, y en la peana está la inscripción del autor y año de realización.

 

        El tipo no tiene precedentes en Andalucía, pero sí acaso en Castilla, quizá de Gregorio Fernández o de su escuela (estuvo Mena en Madrid). Mena buscaba expresar, a través del natural no idealizado, el dolor contenido y la profunda vida interior de los santos ascetas y penitentes.

 

        La Magdalena resulta de notable contención expresiva; erguida, el rostro demacrado conserva trazos de singular belleza, pero toda sensualidad ha desparecido de aquel cuerpo envuelto en una estera de palma trenzada, que oculta por completo sus formas y una cuerda con media lazada sujeta la estera.

Cabeza, manos y pies están tallados con perfección asombrosa, aunque sin exagerar pormenores, y el escultor alardea de su técnica al tallar los largos cabellos, sueltos en mechones húmedos por delante y por detrás.

 

        El Crucifijo que lleva la Santa en la mano también es una pequeña obra maestra, mientras, la mano derecha está abierta ante el pecho en elocuente gesto contrito. Se aprecia una comunicación entre la Magdalena y el crucifijo.

 

        Es una obra realista de la imaginería barroca española.

 

        Pedro Mena no afronta nunca conjuntos complejos como retablos o grupos, sus imágenes pequeñas se encuentran no sólo en Málaga sino en Murcia, Toledo, Burgos, Cuenca, Madrid y Córdoba.

 

                                                                                                           I.G.L.

 

Nº 25. LA VOCACIÓN DE SAN MATEO, (1598-1600). IGLESIA DE SAN LUIS DE LOS FRANCESES, ROMA. CARAVAGGIO (1573-1610).

 

           Introducción.

Entre los años 1598 y 1601, Michelangelo Merisi da Caravaggio, realiza este óleo sobre tela (3’22 X 3’40 m.)  para la Iglesia de San Luis de los Franceses, de Roma. El encargo partió del cardenal Contarelli que quiso dedicar una capilla con escenas de la vida de San Mateo. Sobre el altar, San Mateo y el ángel, y en los laterales, La vocación de San Mateo a la izquierda y El martirio de San Mateo a la derecha. Las tres fueron realizadas por Caravaggio.

El naturalismo caravaggiesco irrumpe con fuerza al utilizar en sus obras tipos humanos tomados de los barrios populares romanos, y el tenebrismo, consistente en presentar personajes y objetos sobre un fondo oscuro, destacándolos con una luz violenta y dirigida, como si de un foco de teatro se tratara, para resaltar aquello que requiere nuestra atención.

Análisis de la obra.

La descripción del tema tratado lo extraemos directamente del evangelio:

"Pasando Jesús por allí, vio a un hombre sentado en el despacho de impuestos, de nombre Mateo, y le dijo: Sígueme. Y él, levantándose, le siguió"    (San Mateo, 9; 9-10)

A la derecha del cuadro aparece Cristo que, acompañado de San Pedro, está llamando a Mateo. Éste se encuentra con cuatro acompañantes en torno a una mesa y, al sentirse  interpelado, deja de contar las monedas y mira a Cristo "¿Te refieres a mí?", parece decir. Un viejo con anteojos mira a un joven que continúa absorto en las monedas, desentendiéndose ambos de lo que ocurre, mientras los dos jóvenes de la derecha parecen sorprendidos ante los recién llegados.

La lectura del cuadro está dirigida por la luz que entra por una ventana que queda fuera del cuadro, arriba a la derecha. Desde ese punto el foco luminoso sirve de nudo de acción entre los personajes: resbala en el rostro de Cristo  y destaca su mano  -auténtico nexo- para llegar a los sorprendidos rostros del grupo y a las monedas de la mesa, que hasta un instante antes eran el único centro de atención.

Mayor complejidad entraña el gesto de la mano de Mateo, ya que establece una relación con la figura de Jesús, acentuada por la dirección contraria a su propia mirada, que se opone y complementa a la vez con el gesto de la mano. Una mano que se señala a sí mismo, una mirada que se dirige hacia Cristo y una pregunta que parece leerse "¿Te refieres a mí?".

La conexión entre ambos grupos está también marcada por las miradas de Mateo y los dos jóvenes hacia Cristo y por la propia posición del cuerpo de espaldas, que se inclina hacia la derecha en contraste con las demás figuras que tienden a hacerlo hacia la izquierda.

Pero es, sobre todo, la luz el elemento que, además de acentuar detalles, revalorizar figuras y gestos y materializar la llamada de Jesús;  es capaz de zonificar la escena en dos ámbitos de luz (uno, el grupo y otro, el ocupado por una ventana que no ilumina sino que es iluminada) a los que se oponen, diagonalmente,  dos zonas de sombra.

Caravaggio divide el lienzo horizontalmente en dos partes que se contrapesan: la inferior, ocupada por figuras vistosas y animadas, y la superior casi vacía.

 La vestimenta del grupo, propia de la época y lugar en la que pinta Caravaggio contrasta con las túnicas humildes y anacrónicas de los dos personajes de la derecha. La luz -de nuevo la luz- se encarga de resaltar unas gamas y de ocultar otras, de resaltar unos perfiles o de ocultarlos en la penumbra.

El naturalismo de la escena, con un punto de vista muy bajo,  queda acentuado por el hecho de que podría pasar por una escena ordinaria, de una taberna cualquiera. Únicamente la leve iluminación sobre la cabeza de Cristo le confiere el carácter religioso.

La interpretación que el pintor hace del cuadro, de forma naturalista en cuanto a la representación de tipos y el escenario de la acción, está íntimamente ligada a la concepción que el propio artista tenía sobre el mensaje evangélico: para él, ese mensaje debería ser fácilmente comprendido por la gente sencilla. En este sentido, la Iglesia, que en un principio era reacia a este tipo de representaciones, tuvo que reconocer su carácter didáctico.

Sin embargo, desde el punto de vista de la organización del cuadro, el simbolismo existe y encierra cierto grado de dificultad, relacionada con el juego de luces y sombras que transforman espacios naturales en espacios irreales. En la oposición entre lo claro y lo oscuro, entre los colores brillantes y los pardos se manifiesta el simbolismo. Así, la oscuridad se cierne pesadamente sobre la compañía frívola que acompaña a Mateo, en tanto que la luz, penetrando abruptamente en las tinieblas, ilumina las cabezas de Cristo y San Pedro. Esa luz, junto con la voz de Cristo, penetra en el corazón del recaudador de impuestos y éste queda transformado: el Mateo publicano y apegado al dinero se convierte en San Mateo el evangelista.

Con este cuadro, el arte de Caravaggio ha llegado a la culminación de su estilo. Técnicamente, concibe su pintura con un dibujo preciso y una factura cuidada y lisa, buscando la armonía y dejando el movimiento en un segundo plano.

El dominio del tenebrismo, la capacidad de subordinar cada imagen al efecto de la luz y la sombra será una constante en otras obras como La Crucifixión de San Pedro, La Conversión de San Pablo o La Cena de Emaús, todas ellas realizadas esta misma época, en torno a 1600.

                                                                                                         E.L.B. 

 

Nº 26. LA MUERTE DE LA VIRGEN (1605-1606) MUSEO DEL LOUVRE

CARAVAGGIO

           

 

             Introducción.

 

       Michelangelo Merisi, conocido como il Caravaggio (Milán, 1571- Porto Ercole, 1610) es una de las figuras más importantes en la historia de la pintura. De su formación inicial sabemos poco, salvo de sus años de aprendizaje (1584-1588) en el taller de Simone Peterzano. Llega en 1593 a Roma, con veintidós años de edad. En sus primeros momentos se muestra como un pintor ecléctico, todavía influido por los moldes del Manierismo (como muestra entre otros su ‘Baco’). Más tempranamente se va adentrando en una senda de radical originalidad, de adhesión inquebrantable a lo real; un camino que proclama la igual dignidad de todos los objetos de la naturaleza. Esta pasión por lo real tiene su traducción técnica en el empleo de fuertes contrastes entre luz y sombra, de tal manera que la luz se convierte en la verdadera protagonista de sus creaciones. La luz modela las figuras, les presta una rotunda corporeidad, define los espacios y también obra de modo simbólico, como una representación de la gracia que irrumpe en la escena para mostrar y señalar el hecho trascendente, como en la ‘Vocación de San Mateo’ o ‘La conversión de San Pablo’ entre otras muchas. . La luz es así en Caravaggio no un mero atributo de lo real, como el color o la forma, sino que es el modo y sustancia mediante la cual la realidad se hace tal.

 

        Otro aspecto, radicalmente novedoso introducido por Caravaggio, es su extremado naturalismo, su vocación de verdad y realidad a cualquier precio, incluso al precio del disfavor casi general con el que su pintura se encontró en los ambientes culturales dominantes en la Roma del momento. Sus vírgenes y apóstoles serán demasiado vulgares, demasiado mundanos y desacralizados para una Iglesia que, en plena Contrarreforma, quiere santos ejemplares, radiantes de verdad trascendente y de decoro para su labor propagandística. Por eso nunca pudieron entender sus detractores, eclesiásticos o no, la honda verdad y la piedad sincera de los cuadros religiosos del maestro lombardo. Sí fue entendida, y fecundamente imitada, por los grandes pintores del Barroco español, entre otros muchos grandes pintores europeos, como el mismo Rubens.

 

         Análisis de la obra.

           

Estamos ante una de las obras más famosas de la producción de Caravaggio, no sólo por ser sin duda una entre sus muchas obras maestras, sino también por la accidentada biografía de este singular lienzo de 3’69 X 2’45 m.  La obra fue encargada para la iglesia de Santa María de la Escala, en el Trastévere romano. Más inmediatamente fue rechazada por los Carmelitas Descalzos por indecorosa y comprada a continuación por el Duque de Mantua, por consejo directo de su embajador: Pedro Pablo Rubens.

           

         La leyenda de la obra es bien conocida: el tratamiento de la madre de Cristo es poco menos que herético. No sólo no porta ningún distintivo de su condición, sino que además es representada descalza, con el vientre hinchado y la cara abotargada, el cabello revuelto y la piel verdosa. Circuló el rumor de que la fuente de inspiración pudo ser una mujer ahogada en el Tíber (tal vez una prostituta; quizá una suicida, en cualquier caso alguien de reprobable comportamiento). Además, tampoco los apóstoles, con los característicos rasgos vulgares habituales en Caravaggio, presentan distinción  ninguna de su condición.

 

        Realmente el problema estriba en que Caravaggio ha renunciado a cualquier idealización del tema y en realidad nos está presentando en toda su sinceridad y crudeza el drama humano ante la muerte y las variadas reacciones psicológicas que los seres tienen ante este hecho ineluctable: el llanto, la reflexión, el desconsuelo ( de María Magdalena), etc.

 

        Este drama es concebido con las características habituales de Caravaggio: una fuente de luz externa, que irrumpe con violencia desde un lugar elevado, recorre en una violenta diagonal la escena para iluminar (y jerarquizar) el punto clave de la composición: el cuerpo y el rostro de la Virgen, tendida sobre un lecho. La luz oculta o esclarece las formas y los colores. El intenso rojo cálido del vestido de la Virgen, que presenta un eco en el rojo más apagado de los cortinajes superiores, atrae con fuerza la atención del espectador, forzándole a concentrarse en este punto de la obra.

 

       Caravaggio ha elegido, como es habitual en él, el punto de vista bajo para organizar su composición. Este hecho, junto al violento contraste lumínico, hace resaltar las formas recias y escultóricas de los Apóstoles, especialmente aquellas partes de su cuerpo que expresan con gestos y actitudes su profunda desesperación por la muerte de María , especialmente las manos.

           

        El artista hace una renuncia casi total al espacio físico que rodea a las figuras, renunciando a detalles y  distracciones que, por anecdóticos, podrían perjudicar la  severidad e intensidad del drama con datos superfluos, en una búsqueda de cierta esencialidad y atemporalidad del momento que se vive.

                

        A pesar de todo, la presencia de una iluminada María Magdalena en un primer plano, la disposición de la Virgen en un plano intermedio y de algunos apóstoles en un plano posterior, gradúa la profundidad del espacio. La perfecta fusión de figuras y ambiente, la sensación de atmósfera opresiva, donde se está viviendo el drama de la muerte sin retórica, dan a esta obra una sensación de verdad, de autenticidad, que devuelve a Caravaggio al lugar que le corresponde en el nacimiento de una corriente fundamental y fecunda de la pintura barroca, la naturalista.

                                                                                                       J.M.E.

 

Nº 27. EL DESCENDIMIENTO, 1610. CATEDRAL DE AMBERES.

 

PEDRO PABLO RUBENS (1577-1640)

 

          Introducción.

          Flandes en el siglo XVII está bajo el dominio de España. Holanda será una república independiente, pero la región flamenca pertenece al mundo católico; su sociedad presenta un carácter más aristocrático y menos burgués que su vecina Holanda.

 

        Una serie de rasgos distinguen a la pintura flamenca. Incluso cuando trata temas religiosos, lo hace con más brillantez que emoción, sin la espiritualidad que tiene por ejemplo la pintura española de la época. La pintura de Flandes expresa un gran optimismo vital, una afirmación de la vida y del goce; son frecuentes en su temática las fiestas, las bodas la mitología, el desnudo. Su mayor artista es Rubens.

 

        Tuvo una vida muy activa y viajera, contactó con las cortes y clases aristocráticas de su tiempo. Conoció perfectamente a los grandes maestros, contemporáneos  y anteriores, y tuvo una producción enorme, pues trabajaba apoyándose en un nutrido taller, creando verdadera escuela.

 

          Rubens representa la culminación del Barroco de movimiento en la pintura. Su colorido es intenso, vital, opulento y majestuoso como ningún otro pintor. Cualquier otro a su lado parece triste.

 

          Indudablemente le influencia la pintura flamenca tradicional y también la italiana. Venecia le influyó en el color, los modelos anatómicos, sobre todo los masculinos, debe mucho a Miguel Ángel, pero el desnudo femenino está más cerca de Tiziano; su claroscurismo se lo debe a la tradición caravaggiesca; los retratos y paisajes están más cerca de la tradición flamenca.

 

         Su pintura evolucionara con el tiempo. Al principio su pincelada es muy perfilada, detallista, precisa y su concepción luminosa muy claroscurista. Este es el caso de la obra que comentamos, relativamente temprana. Con el tiempo la pincelada se vuelve más vaporosa, de forma que se pierden los perfiles y se aclara el colorido.

 

         Su temática es muy extensa, dada su ingente producción. Tenemos obra religiosa,gran cantidad de pintura mitológica, retratos (siendo frecuente el retrato a caballo reflejando el porte aristocrático). El paisaje es también fundamental y frecuentemente se introduce junto a los otros temas; sus paisajes son agitados, movidos. Al final realizó lo que podríamos llamar pintura de Historia.

 

         Análisis de la obra.

 

          Estamos ante una obra de temática religiosa, indudablemente dentro del espíritu del barroco católico y contrarreformista, que apela fundamentalmente a los sentidos y a la emoción del espectador, que quiere transmitir sus mensajes bajo los ropajes formales del sensualismo y la brillantez, algo en lo que Rubens no tiene rival. Es un tema clásico de la tradición cristiana: el  momento en que Cristo es bajado de la cruz tras el suplicio en el calvario. En una primera aproximación la obra transmite un tono de cierta ampulosidad y grandilocuencia algo teatral ( recordemos el carácter más íntimo y espiritual del cuadro que sobre el mismo tema realizó Rembrandt).

 

          Estamos ante una obra de enorme dinamismo, de clara ruptura con el tipo de composición cerrada y racional propia del Renacimiento; aquí el espacio es algo indeterminado, difuso, que se proyecta más allá de los límites del cuadro. La composición está claramente vertebrada en torno a una diagonal  en descenso: desde la parte superior derecha  y continuando por la sabana-sudario y los brazos de Cristo hasta la parte inferior izquierda (el pie de María Salomé). Otras diagonales de menor entidad cruzan la obra y una apenas insinuada vertical (desde la parte superior de la cruz hasta el pie de San Juan, que viste de rojo). Todas las líneas se encuentran en el punto central de la obra, allí donde el pintor quiere que detengamos la mirada: en el cuerpo exánime de Cristo, principal punto luminoso de la obra, y que resulta a modo de aspa vertebradora de la composición y disposición del resto de los personajes.

           

         La composición se dinamiza además con un predominio muy barroco de las formas curvas que describen muchos de los personajes, lo que contribuye al movimiento general y a la sensación envolvente, de elipse que los personajes forman en torno a Cristo.

         Resultan tan esenciales al propósito del artista como la composición misma. Estamos en una obra del Rubens temprano, todavía muy influido por un tenebrismo de raíz caravaggiesca: zonas de intensa iluminación (Cristo, el sudario) frente a zonas densamente en tinieblas que indeterminan el espacio; la luz al acentuar la diagonal principal refuerza el dinamismo general de la composición.

           

          Estamos ante el color opulento característico de Rubens, de raíz indudablemente veneciana. Hay una sabia gradación de tonos: desde el fondo oscuro de los márgenes del cuadro, se pasa a unas gamas más apagadas de color en las figuras que rodean a Cristo: azules, verdes, pardos, morados...sólo parcialmente iluminados, que se complementan y refuerzan el espacio central y jerárquicamente principal de la obra.

    

    A la vez otra zona del cuadro está violentamente iluminada, con un fuerte contraste rojo-blanco que, destacando poderosamente del conjunto, atraen con especial fuerza la mirada del espectador. Otra zona de colores cálidos la forman las túnicas de San Juan y José de Arimatea. Este juego mutuo de colores cálidos y fríos hace resaltar aún más la figura y el sudario.

  

         En esta época de la producción pictórica de Rubens, además de fuerte contraste luminoso ya comentado, destaca por su pincelada más acabada, de contornos más precisos; posteriormente irá evolucionando hacia una pincelada más suelta y libre, perdiendo también mucho de las sombras tenebristas iniciales. El dibujo es poderoso, las anatomías sólidas y escultóricas revelan la fuerte influencia de algunos maestros del renacimiento italiano, como Miguel Ángel, del Manierismo (Tintoretto) o del propio barroco (Caravaggio). En sus tipos masculinos Rubens es muy miguelangelesco, mientras que en sus formas femeninas está más cerca de Tiziano.

 

      Estamos ante una obra maestra del Barroco católico y del Barroco de movimiento. Nadie como Rubens puede expresar con tanto vigor los dogmas de la iglesia romana. Pero muchos más aspectos se superponen a esta realidad. El Barroco confiere a las obras pictóricas una fuerte sensación de unidad del conjunto, nada funciona de manera aislada, ningún personaje funciona por sí sólo. En cualquier otro ‘descendimiento’ anterior, pensemos por ejemplo en el Van der Weyden del Prado, algunos personaje podían funcionar autónomamente respecto al conjunto, como magníficos retratos o estudios psicológicos. Esto no es posible en la obra de Rubens.

 

     Por otra parte el espacio barroco es un espacio indefinido, que parece dejar lugar e invitar al espectador a que se incorpore al drama que allí se está representando. Y a propósito de drama, la obra no deja de producirnos cierto aire de teatralidad, la sensación de  que las opulentas y ricas vestiduras de los personajes dispersan la emoción espiritual que el acontecimiento debiera tener. Los personajes presentan un aire demasiado burgués o aristocrático que resta veracidad al drama Así el conjunto resulta brillante, vital y hermoso pero carente de hondura religiosa, como la que  es capaz de transmitir Rembrandt, Ribera o el propio Caravaggio. Quizá por eso Rubens resulta más convincente cuando se adentra en los terrenos de lo mitológico.

 

                                                                                                                  J.M.E.

 

Nº  28.  El RAPTO DE LAS HIJAS DE LEUCIPO, (1618-1620). PINACOTECA ANTIGUA DE MUNICH. RUBENS.

 

        Introducción.

 

            Obviaremos en este comentario los breves apuntes biográficos que incluíamos en el comentario anterior de la otra obra de Rubens,  “El Descendimiento”, así como otras referencias generales de tipo sociológico o político. Recordemos no obstante brevemente sus variadas influencias:

               

                 Indudablemente le influencia la pintura flamenca tradicional: entre sus maestros están Otto venius y Van Noort y también la italiana. Venecia le influye en el color, en la pincelada amplia y sintética, en el gusto por la mitología. Los modelos anatómicos, sobre todo los masculinos, deben mucho a Miguel Ángel, también el dramatismo que expresan los cuerpos, pero en el desnudo femenino está más cerca de Tiziano; su claroscurismo es más patente en sus etapas tempranas, desapareciendo después; en  los retratos y paisajes está más cerca de la tradición flamenca. De los Caracci tomará la grandilocuencia de las poses, la retórica de los cuerpos.

.            

                   Rubens representa, en cierto modo, la expresión más genuina de la pintura barroca flamenca; síntesis de lo nórdico y de lo mediterráneo,  tiene una brillantez inigualable. Nadie como Rubens encarna sus valores aparienciales y ópticos. Su obra revela la apariencia, lo físico como ningún otro pintor. Probablemente es cierto y quizá inevitable que  carezca de profundidad y penetración psicológica (como la de Rembrandt por ejemplo). Pero nadie ha podido superarle en el optimismo vital, en la opulencia casi táctil de las cosas. En un siglo en el que la pintura española es ajena casi por completo a la mitología y al desnudo, Rubens llena los palacios y salones con los más variados mitos antiguos. La mitología no puede hacer daño a la Contrarreforma, es un juego casi infantil, puesto que el verdadero enemigo del mundo que permanece fiel a Roma es el ámbito protestante, mucho más severo con las imágenes que el Catolicismo. Éste busca cautivar al pueblo de las verdades del dogma no sólo a través del árido sermón cuanto a través de los sentidos, de las emociones y de la teatralidad. En el arte de la pintura lo ascético, la mortificación del cuerpo ocupa y preocupa a los pintores españoles. Pero Rubens puede exaltar los principios católicos a través de un procedimiento opuesto: la belleza, la grandilocuencia de las formas( recordar la erección de la cruz...), es decir a través de todos los procedimientos que cautivan los sentidos del espectador y pueden hacerle atractivas las verdades de la Fe.

 

                 La mitología tiene en Rubens a su gran promotor en la época del Barroco. Carece de la profundidad de la que adolece toda su obra, pero así como la vacuidad de contenidos puede empequeñecer su producción religiosa, en su producción mitológica esto no representa un problema, al contrario Rubens puede desplegar toda su energía creativa, su brillantez, toda la afirmación de la vida y de los sentidos, del goce, que es consustancial con su carácter como pintor en este género de pintura en que el relato prima por encima del carácter, en que los actos se superponen a los motivos. Por eso,  la mitología se adapta como un guante a la mano fértil de Rubens, produciendo obras de una belleza extraordinaria como la que vamos a comentar

  

                Su pintura evolucionará con el tiempo. La obra que analizamos se ha desprendido ya casi por entero de la influencia tenebrista que era posible advertir con claridad en la otra obra de Rubens comentada (El descendimiento), veremos un Rubens más veneciano, de pincelada más libre sin renunciar al detalle preciso tan propio de la tradición flamenca.

   

        Análisis de la obra.

 

           El cuadro es un óleo sobre lienzo cuyas dimensiones son de 2’22 X 2’09 m. El tema de esta composición es mitológico: se trata del rapto de las hijas de Leucipo, rey de Tebas, llamadas Hilaíra y Febe por parte de los Dioscuros, Cástor y Pólux. El rapto se produce con gran violencia, puesto que las hermanas habían sido prometidas a las hijas de Alfareo. Cástor levanta desde el caballo a Hilaíra, mientras Pólux trata de vencer la resistencia de Febe. Además aparecen dos amorcillos: uno se aferra al encabritado caballo de Pólux, mientras el otro retiene al caballo de Cástor por la brida.

 

 La composición definida por un dinamismo extremo; como es habitual en el barroco el movimiento se expresa en acto. No aparece aquí la composición equilibrada y simétrica propia del Renacimiento, sino que presenta un ritmo convulso, articulado por curvas y diagonales. La principal de ellas es señalada por el brazo extendido de Hilaíra; en torno a este eje se posicionan las figuras de la obra, que se compensan en uno y otro lado de la diagonal. Pero hay otras diagonales que se entrecruzan con la principal, acentuando el ritmo dramático de la obra, como la que pasa por las cabezas de los tres personajes del plano superior; las curvas de los cuerpos de las mujeres, especialmente la superior, de formas y carnalidades típicamente rubenianas, no son ajenas a dos obras de Miguel Ángel: La noche de la tumba de Juliano de Médicis y Leda y el Cisne. A la vez todas las figuras se cierran en un claro círculo.

           

          La espectacularidad de lo que contemplamos queda reforzada porque Rubens ha preferido un punto de vista muy bajo para la mirada.

           

         Nada pues en la composición está dejado al azar y el artista demuestra haber asimilado a la perfección las lecciones del clasicismo.

 

         En esta composición, unos diez años posterior al Descendimiento de la catedral de Amberes ya es apreciable la evolución que ha sufrido el estilo de Rubens: se han abandonado los fuertes claroscurismos de raíz  caravaggiesca de su etapa temprana y la luz y el color se han adueñado de su paleta: luz y color de indudable eco veneciano: colores brillantes, vivos, que emanan  luminosidad desde si mismos, sin que una iluminación exterior venga a mostrarlos. Los rojos se muestran opulentos, las carnes de las mujeres de Rubens, típicamente nórdicas, brillan con esplendor propio.  Los colores de los caballos tienden a tonos más apagados, mientras que grises-azulados dominan el cielo y en la parte inferior, en la que como buen flamenco el paisaje tiene su propio protagonismo, los ocres y verdes dominan la visión.

 

        Así pues, es la parte central del cuadro la que, con su potente claridad y brillantes  rojos,   nos atrae preferentemente como espectadores.

 

         La pincelada de Rubens, cimentada sobre un dibujo poderoso, de contornos escultóricos que nos recuerda a Miguel Ángel, también ha ido evolucionando desde sus obras iniciales. Se vuelve cada vez más suelta y amplia, más sumaria en su ejecución, pero sin perder el sentido fotográfico del detalle propio de la tradición flamenca al menos desde los Van Eyck: así asistimos a un esmerado virtuosismo y sentido del detalle en el trenzado del cabello o en los adornos de Febe, en el mismo paisaje, en los reflejos y valores lumínicos de la armadura de Cástor entre otros muchos ejemplos.

 

.                                                                                                         J.M.E.

 

Nº 29. LA RONDA DE NOCHE, 1642. RIJN MUSEO DE ÁMSTERDAM.

REMBRANDT (1606-1669)

 

         Introducción.

La Compañía del capitán Frans Banning y el teniente Willem van Ruitenburch  o La ronda de noche,     

     En la Holanda del siglo XVII encontramos una producción de arte con un carácter nuevo, el que da la ausencia de aristocracia e Iglesia Católica como principales clientes. El artista gana en independencia,  pero se somete a las leyes del mercado, lo que puede enriquecerle y también, empobrecerle. Junto a esta novedad hay otra de carácter temático: el aprecio por la reproducción de la realidad cotidiana. Al servicio de esta reproducción se pondrá un desarrollo científico-técnico que llevará a los pintores a utilizar los progresos de la tecnología óptica.

 

Destaca por encima de todos en la primera mitad del siglo XVII el maestro Rembrandt, nacido en Leyden en 1606 aunque se instalará definitivamente en Amsterdam en 1632 donde conocerá un gran éxito hasta mediados de siglo, rodeado de discípulos y encargos importantes. Sus últimos veinticinco años serán una constante búsqueda de la verdad, entendiendo por ésta más el ahondar en los sentimientos que en fijar las apariencias. En la obra del artista veremos reflejados sus avatares biográficos: de la prosperidad al calor de una burguesía rica y culta, a la soledad y la pobreza, como precio a pagar por su independencia.

 

         Análisis de la obra.

    

       Estamos ante la más célebre de sus composiciones, correspondiente al periodo culminante de su carrera en 1642. Es un óleo sobre lienzo cuyas dimensiones son 3’59 X 4’38 m.

 

      ¿Se puede abstraer alguna de las figuras del conjunto? No, porque forman parte de un todo, de un conjunto indisociable. ¿Es posible separar la forma del fondo? Tampoco, son uno, están fundidos como una brasa. ¿Existe la forma plástica entendida como línea y volumen modelado? No, la forma plástica ha desaparecido.

 

      ¿Qué queda entonces? Actitudes, formas, objetos, gestos, posiciones... todos ellos sometidos a un estilo luminista, el que permite poner de manifiesto una capacidad maravillosa de Rembrandt: revelar algo y, a la vez, esconderlo.

 

        La fuente de la luz está fuera del cuadro y entra por arriba y por la izquierda, según la dirección de las sombras proyectadas y que pueden observarse en el reflejo de la  mano del personaje central sobre su acompañante. Tiene un comportamiento selectivo: la chica con el gallo; los personajes centrales; y los rostros casi frontales de los demás protagonistas. A  partir de ahí, una orquestación de tonos y resonancias que afecta a toda la atmósfera del cuadro y en la que también participan las masas de sombras y penumbras.

 

       Directamente asociada a la luz está el color, aplicado con un carácter matérico, empastado, denso, casi con relieve. Destacan los tonos cálidos de las tierras y los ocres, además del rojo del echarpe del protagonista y de la ropa del soldado con su larga arma situado a su derecha. Sumemos los amarillos de la joven y del lugarteniente, más los blancos como los de la golilla en contraste con el negro.

 

        En un espacio pronunciado, destaca el movimiento de la escena, la captación de un instante. Es la composición la que contribuye directamente a esta visión. Aparentemente desordenada, está construida de un modo racional, según los dos ejes medios del rectángulo del cuadro: el eje horizontal determina un telón de personajes que sirve de fondo y que están en alto, dejando el primer plano a las dos figuras principales. Las diagonales de la larga lanza y del asta de la bandera se cruzan en el centro luminoso de la escena; finalmente, el grupo de la derecha está relacionado con el resto por la lanza.

 

                 Iconografía.

 

       Hacia 1800, debido a que la obra estaba bastante oscurecida por sucias capas de barniz, fue erroneamente denominada "Ronda de noche".

 

       Se deja atrás un pasaje cubierto. Un grupo de milicianos comandados por un capitán y un teniente van a salir a hacer la ronda por las calles de la ciudad de Amsterdam. Detrás de los oficiales vemos a los soldados colocados aleatoriamente: unos hacen de arcabuceros -cargan con pólvora, descargan-, otros se acompañan de timbales o de picas. En el centro de semejante agitación, una chica lujosamente vestida y que lleva un gallo colgado a la cintura (mascota de la corporación), contempla atentamente la acción. También nos mira irónicamente el mismo autor situado a la derecha y dejando ver únicamente una parte de su rostro.

 

       En el escudo de arriba figuran los nombres de los dieciséis personajes representados y que han realizado el encargo. Se trata de los miembros de la corporación de arcabuceros del distrito II de Amsterdam. En el cuadro sólo están representados los ricos, pertenecientes a la clase media o alta. Aquí vemos cómo se rompe con la tradición de las viejas pinturas de compañías militares de la que son ejemplo los retratos colectivos de banquete, la especialidad de Frans Hals. Y lo hace por la disposición aleatoria de las figuras y por la dignidad de una decoración como esa arquitectura inventada que en esta época se reservaba a los soberanos.

 

       En ningún momento se ha negado que Rembrandt comenzara a difuminar los límites entre el retrato grupal y la pintura histórica (que, en la jerarquía de los géneros de la pintura ocupaba el primer puesto). De hecho, parece ligado a un acontecimiento verídico, lo que ocurre es que no se sabe si alude a la guardia que escoltaba a la reina María de Inglaterra el 20 de mayo de 1642 o se refiere a la visita oficial de María de Médici en septiembre de 1638. Cualquiera que sea el acontecimiento, Rembrandt se esfuerza por ennoblecer a su clientela burguesa al trasponer el motivo a una esfera histórica. También la agitación es constitutiva de la pintura histórica del Barroco, que sigue el mismo principio, exigido para este género desde Leon Battista Alberti, de la varietà.

 

        Esta variedad, no obstante, está sometida a una jerarquía oculta, la que dicta la superioridad y subordinación ahora de una sociedad burguesa.

                                                                                                C.M.A.

 

Nº 30.  AUTORRETRATO AL CABALLETE, 1663. MUSEO DEL LOUVRE.

REMBRANDT.

 

         Introducción.

 

     Según una leyenda griega, el esbozo de un retrato es la primera obra de arte figurativa: podemos suponer que de la pintura del retrato  derivó la idea más antigua del arte como imitación de la naturaleza. Si hoy a este género le ha dado muerte la fotografía, ésta nunca será capaz de imprimir el carácter íntimo del modelo que se debe exclusivamente a la interpretación del artista.

 

        Coincidiendo con el nuevo interés por el individuo, el arte del retrato lo encontramos en el Renacimiento de la mano, entre otros, de Durero, Rafael o Tiziano. Será en el siglo XVII, sin embargo, cuando este género alcance su mayor desarrollo y penetración. Suele haber en los palacios de los nobles un "salón de linajes"; por otra parte, la costumbre de las bodas entre príncipes europeos por razones políticas, hace que menudeen los envíos de retratos.

 

         El análisis de esta temática tiene diversas perspectivas. De un lado, nos muestra el rostro de la clientela del arte: Papas, cardenales, monarcas, primeros ministros, aristócratas, grupos de burgueses y cofradías, órdenes monásticas, etc. De otro, nos presenta la sustitución de la persona retratada, sobre todo cuando ésta tiene poder y su "doble" debe aparecer en los centros oficiales. Por último, el tipo de retrato revela si se ha querido cumplir uno o varios objetivos a la vez: que parezca vivo,  que transmita su rango social o que consigne la personalidad del retratado. Según este triple objetivo, podremos ir desde el retrato cortesano, más exterior, al autorretrato en el que vamos a quedarnos.

 

           Lo podemos hacer de la mano de Rembrandt, al que se le conocen más de cien autorretratos. Verdaderamente, el artista holandés no anotó sus observaciones como Leonardo o Durero; tampoco fue un genio admirado como Miguel Ángel ni un corresponsal diplomático como Rubens. Sin embargo, nos parece conocerlo mejor que a ninguno de ellos porque nos dejó un asombroso registro de su vida:  desde cuando era un maestro al que el éxito y la juventud sonreían hasta su solitaria vejez, cuando su rostro refleja la tragedia de la bancarrota. Estamos ante una autobiografía pictórica de carácter único en la que vamos a encontrar al verdadero artista más allá del mercado y en el proceso de indagación sobre el hombre  y su destino.

 

        Análisis formal.

 

    Encontramos aquí a un Rembrandt  mayor  en atuendo sencillo. Tocado con un pañuelo blanco, su cuerpo mira hacia el caballete situado a la derecha mientras su rostro se gira hacia nosotros. En una de sus manos un pincel grande y en la otra pinceles más pequeños junto a la paleta.

    

         Lo primero que destaca es la vida interior de la imagen que tiene algo mágico y una evidencia de la realidad pictórica paralela a la realidad de la naturaleza y bien diferente a ella. De un lado observamos el instante individualizado y la impresión fugaz; y de otro, la permanencia del carácter .

 

         El efecto de la luz domina a todos los elementos del cuadro, que esta pintado al óleo sobre lienzo. Y ya que la luz se concentra en una pequeña zona de la imagen, sobre todo el rostro, y es muy intensa y  contrasta vivamente con la sombra, parece tener la intensidad y la rapidez del relámpago.

   

        A la luz debemos sumarle otro factor plástico, el color. No encontramos aquí la paleta de Rubens o de Velázquez. Sus colores son menos brillantes que los usados por ellos. La primera impresión que producen es la de una coloración parda oscura, pero de una gran riqueza tonal que comunica más vigor todavía  a los contrastes de unos pocos matices claros y brillantes. Este color está aplicado de manera empastada y densa y produce impresiones táctiles.

     

        Vida interior, luz y color. Fijemos nuestra atención en otro aspecto del que este cuadro puede ser ejemplo vivo. Nos estamos refiriendo a cómo coincide el proceso pictórico con el proceso espiritual. En el primer Rembrandt nos encontramos con el goce de la materia coincidente con la armoniosa unidad de los años de juventud; aquí, por contra, en el artista ya maduro, vemos que la sombra se hace cada vez más intensa, el color se enrarece, la pincelada se espacia; observamos también que el claroscuro ya no viste las formas sino que las absorbe y que la luz, en lugar de provenir de una única fuente, parece emanar de la propia figura, envolviéndola en una especie de velo dorado.

 

        Sabemos que Rembrandt trabajaba desde los fondos hasta el primer plano, lo que nos hace pensar que es el rostro la última parte del proceso creador. Y en el rostro nos encontramos con una fuerte melancolía que en la sabiduría del retrato está haber sabido comunicarla a todo él. Parece el maestro seguir fielmente las indicaciones de Roger de Piles (1635-1709) quien en una detallada teoría del retrato apunta:

 

        “...Pocos han sido los pintores suficientemente minuciosos como para engarzar bien las distintas partes: a veces la boca sonríe y los ojos están tristes; otras veces los ojos aparecen animados y las mejillas apagadas; de manera que su obra tiene un aire falso y no parece natural”.

 

      Iconografía.

 

        En apariencia, que un pintor se retrate a si mismo con un pincel en la mano y en un proceso de renuncia -es más aquello de lo que carece que lo que está representado- se presta a un escaso análisis iconográfico. Vale de poco saber que fueron escasas las veces que se retrata como pintor. A nada conduce pensar que detrás de esta obsesión pueda existir narcisismo o una constante crisis de identidad. Lo que Rembrandt nos enseña es que pintar es un acto más intelectual que manual y nos lo dice iluminando su rostro. Pero la realidad va siempre más allá de lo aparente.

 

         El individuo es, aunque pueda parecer lo contrario, un producto reciente de nuestras sociedades y ligado a la modernidad. Hasta entonces los hombres se "interpertenecían" a través de unas redes de relaciones y de reciprocidad que representaban una traba pero que también les garantizaba una condición y un lugar en el mundo.

 

         El cristianismo subraya la idea de la salvación personal. Cuando este cristianismo se hace protestante, deja al hombre más solo ante Dios, le suprime las mediaciones que santos y sacerdotes pueden suponer. El ser humano queda así ante un Dios todopoderoso y alejado, con la única compañía de las Escrituras. A ellas, en su soledad vacía, sumará Rembrandt su pincel y su oficio de pintor.

 

                                                                                                    C.M.A.

                                                                                               

Nº 31. LA  FRAGUA  DE  VULCANO, 1630. MUSEO DEL PRADO. MADRID.

DIEGO VELÁZQUEZ DE SILVA ( 1599-1660)

 

 

         Introducción.

    

         “La fragua de Vulcano” junto con “La túnica de José” fueron pintadas en Italia durante su primer viaje(1929-1931) y a su vuelta fueron compradas para la colección real, se colocaron en El Buen Retiro y debieron de formar pareja. Pertenecen al inicio de una nueva etapa en la pintura de Velázquez, como resultado de la evolución sufrida con su estancia en la corte desde 1623 y de su primer viaje a Italia. En este viaje visitará Venecia y aunque en ese momento las relaciones entre España y la República de Venecia no eran buenas, con ayuda del embajador español accederá a galerías, palacios y colecciones. De esta manera completará su conocimiento de la pintura veneciana que ya conocía por las colecciones reales de Madrid. Después de Venecia pasa por Ferrara y Bolonia, acabando con una larga estancia en Roma, donde se vivía la polémica entre el naturalismo en retroceso y el clasicismo de Reni y el francés Poussin. Velázquez conoció a los pintores importantes del momento y copió a Rafael y Miguel Angel y de estos aprendizajes su pintura se nutrirá de color y de lógica clásica en una síntesis que produjo obras como la que se va a analizar.

 

         Análisis de la obra.

 

         Es un óleo sobre lienzo  de 2’23 X 2’90 m. que se encuentra en el   Museo del Prado, Madrid.

 

          El cuadro representa el momento en el que Apolo, el deslumbrante joven de la izquierda del lienzo, desciende del Olimpo a la mansión del dios Vulcano para comunicarle que su esposa, Venus, que le era infiel  con el dios de la guerra, Marte. Vulcano aparece como un herrero barbudo y cojo, sosteniendo el martillo y las tenazas en las manos, y rodeado de sus ayudantes. Todos muestran la sorpresa que sienten ante la noticia que están recibiendo.

      

         La composición se basa en una estructura esencialmente vertical,  con las figuras escalonadas en el espacio de la fragua, y con una disposición muy equilibrada de los seis personajes: el ayudante, situado en el centro, y el que está al fondo parecen formar un eje de simetría en torno al cual se colocan en parejas los otros cuatro. Todos están yuxtapuestos e individualizados y toda la escena revela un cierto estatismo. El resultado es una composición muy clásica que refleja la influencia del clasicismo italiano.

  

         La  influencia clásica se refleja también en la anatomía de las figuras humanas. Destaca la figura de Apolo semidesnudo,  que contrasta con el resto de los personajes. El joven dios presenta un desnudo nacarado y menos musculoso que los herreros, porta en su cabeza una corona de laurel y la rodea con una aureola de rayos solares que parecen iluminar el ámbito del taller: es el único personaje del cuadro que aparece con aspecto de divinidad. Vulcano, el dios cojo, (este detalle se aprecia por la descompensación de su figura con una inclinación hacia la izquierda) aparece mostrando un torso desnudo y musculoso, al igual que el resto de los trabajadores de la fragua. La figura más perfecta es la del herrero, que está en el centro y de espaldas, y  es la que más recuerda a la estatuaria clásica grecorromana por el estudio anatómico de su cuerpo; por el contrario, la anatomía más imperfecta es la del joven que aparece entre el anterior y el que está inclinado hacia la armadura.

    

        El estudio psicológico del rostro de los personajes es también relevante, todos están reflejando sentimientos ante la noticia que reciben, la sorpresa es general, pero el herrero situado delante de la chimenea (el menos perfecto anatómicamente) la manifiesta más intensamente; Vulcano, además de sorprendido está indignado, sin embargo el mensajero de la noticia parece presentar cierto aire insolente y no importarle lo que su información impacte al grupo. Con este repertorio de sensaciones, Velázquez ha querido resaltar el choque psicológico de la noticia del adulterio de Venus, en su esposo principalmente,  pero también en los que trabajan con él.

 

           Destaca en esta obra la forma en que el pintor ilumina un recinto cerrado. El cuadro es luminoso, la luz individualiza las figuras humanas y los objetos de manera bastante diáfana, pero hay tres focos luminosos que destacan: los rayos solares de la cabeza de Apolo, el trozo de metal incandescente sobre el yunque y la llama de la chimenea. La luz que desprende la figura del dios es un foco de atracción del cuadro que hace que los ojos del espectador se dirijan a ella, lo mismo que las miradas de los personajes del lienzo. En esta pintura han desaparecido las violencias claroscuristas de las obras anteriores  del  pintor y a partir de aquí va a empezar una nueva manera de iluminar sus lienzos.

  

        Los colores predominantes son los ocres en todas sus gamas, desde los oscuros hasta los claros pasando por los marrones tierra tostada; pero los colores que destacan por su luminosidad, claridad y belleza son el anaranjado encendido del manto de Apolo y el rojo del metal incandescente. El color del manto es una influencia de Poussin y sólo lo utilizó en esta obra. Los azules y verdes del cielo que se ve desde la ventana, de la corona de laurel, así como de la sandalia del joven dios contribuyen a aumentar la variedad y riqueza cromática del cuadro.

   

        La fragua de Vulcano es un prodigio de profundidad y además aparece un ensayo de lo que será la perspectiva aérea, pero se presenta con cierta torpeza todavía, como puede verse en el excesivo desdibujamiento de los perfiles del herrero del fondo, ya que la distancia entre el y sus compañeros no es tan grande para que se vea tan confuso. En esta pintura predomina aún el dibujo del contorno de las figuras, reminiscencia de su época naturalista anterior, pero la pincelada se ha hecho más suelta, más ligera.

 

       Significado.

 

       El tema  mitológico es raro en España. El pintor pudo dedicar alguna obra a este género por su situación de privilegio, como pintor real, al no necesitar depender de las demandas de la iglesia. Este tema de la mitología griega es tratado aquí como una escena de género. El episodio que recrea el cuadro es un episodio burlesco de marido burlado, propio de la postura antimitológica de los autores españoles del Siglo de Oro y que se diferencia de la veneración francesa hacia la mitología, aunque Velázquez sepa darle la dignidad que este artista confiere a todo lo que pinta. La puesta en escena del tema parece estar influida por un grabado de Antonio Tempesta de 1606 y del mismo título que el lienzo velazqueño, que no obstante el pintor superó ampliamente.

 

        Según Jonathan Brown, con este cuadro Velázquez quiere demostrar que la palabra tiene poder para influir en los sentimientos y acciones de las personas, lo que viene a desembocar en la teoría platónica de la superioridad de la idea sobre el trabajo manual, defendida por todos aquellos que como el pintor combatían por la elevación social del arte y del artista.

 

        Esta pintura se considera de las más académicas de Velázquez por su dominio del desnudo sereno y escultórico, por el reflejo de sentimientos en los rostros de los personajes del cuadro y por la elegante fusión del rigor, equilibrio y razón del clasicismo con la sensualidad colorista veneciana.

 

                                                                                                        A.L.L.

 

Nº 32. LAS MENINAS O LA FAMILIA, 1656. MUSEO DEL PRADO. MADRID

DIEGO DE SILVA VELÁZQUEZ.

         Introducción.

 

         Este cuadro, óleo sobre lienzo: 318 x 276 cm., fue realizado por Velázquez en el año 1656, época de plena madurez, y es considerado no sólo una de sus mejores obras, sino posiblemente la mejor de la Historia de la Pintura.

 

         En él, Velázquez se nos presenta como la imagen del más puro pintor dotado de una retina portentosa que, unida a una mano inefable,  es capaz de detener la realidad dejándola suspensa en un instante lleno de vida.

 

         Esa prodigiosa facilidad que hace fluir la pintura sobre el lienzo con una precisión rigurosa y a la vez con una sorprendente libertad constituye la mejor cualidad de un artista alejado de los efectismos y que prefiere retratar a los hombres a los que conoce y ama profundamente.

 

        No por ello debemos llamarnos a engaño, pues Velázquez, como hombre profundamente barroco, en su aparente inmediatez y claridad,  guarda un gran número de enigmas que han dado lugar a múltiples y complejas interpretaciones como ocurre con Las Meninas.

 

       Análisis de la obra.

 

       El cuadro, pintado para el despacho de verano del rey  en el Alcázar de Madrid, presenta un argumento banal: La irrupción de la Infanta Margarita en el taller donde Velázquez está pintando, posiblemente a los reyes, y seguramente en presencia de ellos como parece indicar el hecho de que el pintor, la Infanta con su pequeña corte,  y el  personaje que se recorta en la puerta del fondo, dirijan su vista hacia el espectador, colocado frente al cuadro, en el lugar en que verosímilmente pudieran estar los reyes, reflejados en el espejo que ocupa el centro de la pared del fondo.

 

       Velázquez vierte en este lienzo todo su saber presentándonos una cuidadosa composición en la que reserva la mitad superior de la escena para la perspectiva del cielo raso, las ventanas y los enormes cuadros del fondo, mientras la mitad inferior es destinada a la composición de los personajes, las meninas, Nicolasito, María Barbola, el  ama y el sirviente,  entre los que destaca, por su posición central, la Infanta Margarita.

 

       El juego de verticales y horizontales que aparecen (cuadro, pared, techo, ventanas, etc...) se ve compensado por la doble curva que desde el pintor va a la primera Menina y desde ésta a Nicolasito, recorriendo los personajes de primer término agrupado de tres en tres. Estas masas van disminuyendo hacia el fondo con la pareja situada en 2ª término y la figura del aposentador situado en la puerta. Hacia delante se produce el mismo efecto por medio de perro recostado.

 

       No menos brillante es la construcción de un espacio real y mensurable conseguido mediante la perspectiva lineal. Las ventanas hacen parecer grande la distancia y el suelo de la habitación logra tal perspectiva que parece que se puede caminar por él como nos invita a hacerlo la figura del aposentador, en cuyos pies se encuentra el punto de fuga.

 

        Es, sin embargo, la perspectiva aérea la que alcanza su máximo esplendor. Perspectiva conseguida con luz y color: Jugando con la luz, haciéndola incidir sobre los personajes de primer plano y sumergiendo a los que se alejan en la penumbra, se palpa una atmósfera que envuelve y aleja todos los objetos que van debilitándose de tono al irse alejándo.

 

        Como dice Palomino, su biógrafo: Con la gradación de cantidad y color consigue volumen y espacio, aire interpuesto, ambiente. Su audacia le permite crear en el centro de la composición un agujero de luz tan viva que hace brillar la puerta, la escalera y la persona con una verdad que hace dudar si es una cosa pintada o si es la naturaleza misma la que se está mirando.

 

       Todo ello realizado con una técnica escalofriante. Armonía algo amortiguada de tonos valientemente contrapuestos, manchas de color que la luz moldea, toques de luz y color aplicados con una fluidez y seguridad que asombra ya que el primor consiste en unas cuantas pinceladas sueltas.

 

        Significado.

 

        Y todo este prodigio de técnica y saber hacer para demostrar, según la investigaciones de Tolnay y Julián Gállego, el triunfo del divino Arte sobre la artesanía y los oficios manuales indignos de un pintor que está empleando todas sus fuerzas en alcanzar un título de nobleza.

 

         La actitud pensante en la que el pintor se autorretrata, el tema de los cuadros colocados al fondo en los que se presenta Minerva y Aracne y Apolo y Pan, así como la incorporación posterior de la Cruz de Santiago en el pecho del artista, parecen reafirmar la intención de Velázquez de considerar Las Meninas como la proyección espiritual del artista, la imagen de una idea interna y no la simple imitación del natural, ni el lucimiento de una técnica manual. Velázquez se situaría así, fuera de la composición, como si la viera en su idea, imaginándola más que pintándola, en el momento creador que más enaltece al artista.

 

       De cualquier forma, independientemente de las interpretaciones, esta pintura nos presenta una conjunción de intenciones y significados, de apariencia y realidades, de técnicas y creación, cuya mera contemplación es capaz de dejarnos en éxtasis.

 

                                                                                                          L.P.M.

 

Nº 33.  LAS  HILANDERAS   O  LA  FÁBULA  DE  ARACNE, 1657. MUSEO DEL PRADO, MADRID. VELÁZQUEZ.

 

          Introducción.

      

         “Las Hilanderas” o “Fábula de Aracne” es un óleo pintado por Diego Velázquez de Silva (1599-1660)  que se encuentra en el Museo del Prado y sus dimensiones son: 2.20 m. x 2.98 m.

 

         El cuadro es uno de los últimos del artista, lo pintó unos años después de su segundo viaje a Italia (1649-1651), donde parece volvió a revivir el gusto por la fábula clásica. Durante esta última etapa de su vida realizó varias obras con esta temática, como “Marte”, “La Venus del Espejo” y otras, hoy desaparecidas, “Venus y Adonis”, “Psiquis y Cupido” y “Apolo y Marsias”.

     

         La Fábula de Aracne no fue pintada para el rey, sino para su montero mayor, Don Pedro de Arce, y no llegó a las colecciones reales hasta el S.XVIII. Ya en el Alcázar madrileño, resultó afectada por el incendio que se originó en ese palacio en 1734. Para remediar los daños sufridos, se le añadieron cuatro franjas en los bordes, de tal modo que algunas partes del cuadro no son pintadas por Velázquez, como el arco de la habitación del fondo.

 

         Análisis de la obra.

 

         Los dos títulos del cuadro están en relación con la actividad de las protagonistas del mismo. La escena está dividida en dos partes, o mejor, en dos zonas: una primera, en la que aparecen trabajando  unas hilanderas del taller madrileño al servicio de la corte, y una segunda: una especie de escenario, en el que tres mujeres observan con interés un tapiz, en el que aparecen Aracne y Atenea.

 

         Debido a la representación realista de las hilanderas, este lienzo había sido considerado durante mucho tiempo como una escena de género, sin embargo últimamente nadie duda de que el tema del cuadro es mitológico, en concreto: “La fábula de Aracne”, cuya inspiración literaria deriva de la “Metamorfosis” de Ovidio (Velázquez tenía una copia en su biblioteca). Otra prueba que abunda en la consideración del tema mitológico es que en 1945, se encontró en el inventario de las posesiones del primer propietario del lienzo que éste  figuraba con el nombre de “Fábula de Aracne”.

 

         El contenido de la Fábula narra la historia de la joven Aracne, una hábil tejedora de Lidia que era muy considerada por su trabajo. Sus admiradoras le decían que parecía que la misma Palas Atenea (diosa de las artes) le hubiera enseñado, a lo cual la joven contestaba que la diosa no tenía nada que enseñarle. Atenea, enfadada por la soberbia de Aracne, bajó al taller de ésta disfrazada de anciana para aconsejarle que no hablara así de la diosa. Aracne no hizo caso, por lo que Atenea decidió presentarse ante la muchacha con todos los atributos de su poder y retarla a hacer un tapiz para ver quien lo realizaba mejor. El tapiz que tejió Aracne era lo suficientemente bueno como para que Atenea se sintiera molesta, pues además la joven tuvo la osadía  de representar en él las aventuras galantes de Zeus, padre de Atenea. Esta,  cuando contempló el tapiz, llena de ira,  golpeó a Aracne con su lanzadera convirtiéndola en araña y condenándola a tejer eternamente.

 

         El cuadro nos presenta una doble interpretación de la Fábula: la representada en el tapiz del fondo y la representada en el taller de hilandería. La primera, clásica e idealizada, recrea el desenlace de la fábula con Palas Atenea dirigiéndose en actitud conminatoria a Aracne. La segunda, realista y simbólica, la sitúa Velázquez en el primer plano del lienzo, en el taller artesano, donde cinco mujeres están trabajando. La joven de la derecha, con blusa blanca y falda verdosa, puede ser interpretada como Aracne, mientras que la que aparece a la izquierda con la pierna descubierta podría encarnar a Palas Atenea disfrazada de anciana, pero con la juvenil pierna que asoma debajo de su falda descubre su verdadera personalidad.

 

         Todo el cuadro gira en torno a la composición, siendo ésta una de las más sabias, complejas y enigmáticas de Velázquez. La obra está estructurada en tres planos, en el 1º están cuatro de las cinco hilanderas, las que representan a Atenea y Aracne aparecen colocadas de manera contrapuesta, posiciones inspiradas en los efebos  que flanquean a  “La Sibila Pérsica” en la bóveda de la Capilla Sixtina. En un 2º plano y ocupando el centro del cuadro, está la joven que recoge madejas del suelo y cuyo rostro en penumbra, parece que  separe las dos partes luminosas del cuadro. En tercer plano, al fondo, en un recinto inundado de luz, aparecen las damas y el tapiz en el que además de Atenea y Aracne, hay una reproducción del “Rapto de Europa” de Tiziano, lo que puede considerarse como un homenaje al pintor veneciano que tanto admiraba Velázquez. Esta composición produce también un efecto teatral, tan del gusto de los artistas barrocos. La evocación escénica empieza por la mujer de la izquierda que parece dar comienzo a la representación corriendo el telón, una vez dentro del escenario, en primer lugar tenemos el proscenio, el taller, en segundo lugar, con una intensa iluminación, el escenario, en el cual una de las damas con la cabeza vuelta parece invitarnos a entrar en el espacio escénico con esa idea tan barroca de comunicar los personajes de los cuadros con el público.

 

         Significado de la obra.

 

         En la misma línea que “La Fragua” o “Los Borrachos” hay en este cuadro una desmitificación de la Mitología, dotando a los temas mitológicos del realismo de lo cotidiano.

       

         La ubicación de la escena que representa la interpretación idealista al fondo y la realista en primer plano, podría interpretarse como una mayor valoración del mundo real, pero la fuerte carga simbólica que se esconde bajo la apariencia de la cotideanidad del taller de hilado  nos lleva a otra interpretación. Minerva y Aracne son los personajes que aparecen en el primer plano y en el tapiz del fondo,  en el primero como símbolos de las artes manuales, y en el tapiz como símbolos del arte de la pintura, cuya luz ilumina el oficio servil del primer plano. Otra vez el pintor nos aparece defendiendo la nobleza de la pintura como algo diferente de un oficio artesano, y de los pintores como artistas frente a los trabajadores manuales.

 

         Con este cuadro y “Las Meninas”, el artista llega a las cotas más altas de la perspectiva aérea captando de forma magistral la luz y la sutil vibración del aire, en resumen: la atmósfera. Esta perspectiva significa la culminación pictórica del ilusionismo, Velázquez ha alcanzado el punto final de la aventura de varios siglos por conseguir plasmar la realidad tal cual aparece ante los mortales.

       

          Desde el punto de vista técnico y pictórico, este lienzo anticipa novedades de siglos futuros. Ofrece una asombrosa demostración de modernidad al pintar los dedos de la mujer entregada a enrollar la lana con el mismo procedimiento utilizado por el futurista Balla en su “Perro en movimiento”; en cuanto a la rueda de la rueca, vemos una magistral reproducción del movimiento al desaparecer la visión de los radios por el giro de la misma y la representación de la mano que ha impulsado el movimiento de la rueca como una mancha.

 

                                                                                                         A.L.L.                          

 

Nº 34. LA  RENDICIÓN  DE  BREDA O LAS LANZAS. VELÁZQUEZ

 

         Introducción.

 

         Esta obra pintada por Diego Velázquez (1599-1660), entre 1631 y1636 es un óleo sobre lienzo de  3.07 X 3.76 m. y se encuentra en el Museo del Prado, Madrid.

       

         El cuadro se corresponde con la época en que Velázquez ha vuelto de su primer viaje a Italia y se ha convertido en pintor para un único cliente: Felipe IV. Es cuando pinta los retratos del rey, de la familia real, de los infantes y la serie de enanos que poblaban la Corte. Es en este momento cuando el artista empieza a desarrollar enteramente un estilo propio, habiéndose liberado de la influencia del naturalismo caravaggiesco, su pincelada ha ganado fluidez, busca la captación del aire y por eso empieza a pintar paisajes y exteriores. Uno de esos paisajes será el que aparece en “La Rendición de Breda”, obra cumbre de esta etapa. 

    

          En este lienzo se representa el instante en el que el general holandés, Justino de Nassau, entrega las llaves de la ciudad holandesa de Breda al general español, Ambrosio de Spínola. El hecho histórico que evoca el cuadro sucedió el 2 de junio de 1625.

 

          La escenificación que Velázquez hace en esta obra está inspirada en el teatro, en la obra de Calderón titulada “El sitio de Breda”, y en concreto, en el pasaje en que Ambrosio de Spínola dice al recibir las llaves:

 

                                Justino, yo las recibo

                                y conozco que valiente

                                sois, que el valor del vencido

                                hace famoso al que vence.

 

         Análisis de la obra.

 

         En un cuadro de grandes dimensiones como éste, la importancia de su estructura es fundamental. El pintor resuelve la dificultad dividiendo la escena en dos partes, en un lado los vencidos y en el otro los vencedores, y así consigue con unos pocos personajes dar la idea de dos ejércitos. El centro de la composición en aspa, es la llave que se recorta sobre el segundo plano luminoso de los soldados que desfilan. A la derecha, los españoles, en primer plano Ambrosio de Spínola y sus más próximos colaboradores (Alberto de Arenberg, Don Carlos Coloma y Don Gonzalo de Córdoba). Tras éstos, los soldados de los Tercios, sobre cuyos sombreros se asoman las lanzas que han dado el sobrenombre a este cuadro. Las picas o lanzas forman una especie de reja que hace retroceder el paisaje situado detrás, cuatro de ellas están en posición inclinada, lo que hace aumentar la verosimilitud de la escena y a la vez refuerza la línea oblicua marcada por la bandera que forma parte de la composición en aspa de la representación. En el lado holandés, vemos a Justino de Nassau y miembros destacados de su ejército, llevan lanzas y alabardas más cortas que los españoles, y tanto la colocación del armamento como de las personas se presenta como desperdigada apareciendo  fuertes contrastes de luces y sombras en las distintas posiciones en que se muestran los personajes. Destacan del grupo, el militar vestido de blanco y el situado en el extremo del cuadro que mira desafíante al público. Los caballos español y francés parecen acotar el espacio donde se encuentran los protagonistas de la obra. Al fondo de la escena, el paisaje, en una interminable sucesión de planos que muestran a los soldados, el campamento, la ciudad y los cielos, todo ello evocando de forma magistral el ambiente y la atmósfera de campamento militar que requería el tema.

       

         Lo más interesante de toda la composición es el equilibrio logrado por los dos grupos y el fondo de paisaje crepuscular que se vislumbra en lontananza. Este fue uno de los primeros paisajes de Velázquez y recrea, como en la mayoría de los que pintó, el momento del día en el que la luz empieza a desaparecer y esa luz de atardecer envuelve a los personajes y objetos representados en una atmósfera casi inmaterial.

     

         La perspectiva aérea se refleja maravillosamente en la captación del aire libre., en la representación de la atmósfera tan especial del crepúsculo, en la degradación de tonos y sombras conforme las figuras y el paisaje se alejan y en la alternancia de luces y sombras que aumentan la ilusión de profundidad.

        

         La técnica pictórica es muy variada, se adapta a las calidades visuales y táctiles de los materiales representados, siendo compacta en el capote de ante del holandés de espaldas del primer plano, acuarelada en el holandés que viste de blanco y chisporroteante en la armadura damasquinada y banda de Spínola. En ocasiones, la fluidez de la pintura no cubre la trama del lienzo dejando zonas de preparación a modo de acuarelas.

       

         El tema histórico refleja uno de los episodios de las guerras mantenidas con los Países Bajos dentro del marco de La Guerra de los Treinta Años. Velázquez nunca estuvo en los Países Bajos, pero debió conocer a algunos de los protagonistas del cuadro y de los cuales pudo oír relatos de esas guerras que le proporcionaron información para su obra. También se inspiró en crónicas y boletines del ejército.

 

         Significado.

 

         El cuadro se pintó para el Salón de Reinos del nuevo palacio real que se estaba construyendo en Madrid, El Buen Retiro. En este lugar el Conde-duque de Olivares quiso que figuraran las gestas más notables de los Austrias, representaciones de batallas victoriosas que pretendían exaltar la monarquía y también su propia figura, aunque su actuación en La Guerra de los Treinta Años distó mucho de ser tan afortunada como proclamaban los óleos.

       

         El pintor recreó el acontecimiento de la entrega de llaves de la ciudad del vencido al vencedor, dicha entrega se hace en un ambiente de lanzas en alto, de paseo de caballos, de gestos y ademanes señoriales de los protagonistas, los personajes reflejan las emociones más humanas ante el acontecimiento, la alegría de la victoria, la caballerosidad entre los jefes, la amargura de la derrota, la sonrisa comprensiva y, al mismo tiempo, plena y generosa de los vencedores. En esta obra, Velázquez logra un equilibrio prodigioso entre narración y realización, es la representación de un hecho histórico, pero desde el punto de vista pictórico es uno de los ejemplos más relevante de la confluencia de luz, espacio y color.

        

          “La Rendición de Breda” ha influido en obras posteriores, como en “La Rendición de Bailén” de Casado Alisal, cuya composición y escenificación del encuentro de los generales francés y español,  junto con los fondos, la hacen casi una réplica de “Las Lanzas”.

 

 Nº 35. Retrato ecuestre del Conde Duque de OLIVARES, 1634, MUSEO DEL PRADO, MADRID. DIEGO DE VELÁSQUEZ.

 

         Introducción.

 

        A Velázquez se le considera como la imagen más perfecta del puro pintor.

Sobre el lienzo aparece una mágica pintura con precisión rigurosa, llena de libertad.

 

        Como retratista conoce al hombre y a sus miserias, penetrando en el interior de sus modelos. Representa con idéntica actitud a reyes y a plebeyos, animales y paisajes. 

 

        En su amplia obra vemos su evolución artística, desde el naturalismo tenebrista, hasta la desmaterialización en las últimas obras. Su actividad artística y cortesana marca por entero su vida. Velázquez se nos presenta como un hombre culto, lector y viajero en la España cerrada del siglo XVII.

 

        Diego Rodríguez de  Silva y Velázquez nació en Sevilla en 1599, de padre de origen portugués y judío convertido, y madre sevillana. Quizá fueran hidalgos pero sin significación ni social ni económica. Sevilla en ese momento era ciudad rica y más poblada de España; posiblemente la más cosmopolita del Imperio. Se educa en el taller de Pacheco, lugar de reunión y tertulia intelectual. Contrayendo matrimonio con Juana, hija de su maestro, en 1618. Tuvieron dos hijas, una de ellas, Francisca, casada con el pintor Juan Baustista Martínez del Mazo.

 

        Marchó a Madrid recomendado al Conde Duque, y en 1623, realizó el retrato del joven Felipe IV, teniendo gran éxito. A partir de este momento se establece en la Corte. Allí conoció a Rubens, que pasó en Madrid casi un año; quien le anima para que vaya a Italia, viaje autorizado por el Rey y el Conde Duque (1629). Vuelve a Madrid en 1631 y sus encargos van en aumento. Es nombrado superintendente de Palacio. Ahora inicia su madurez y su técnica alcanza gran perfección. Pinta, distintos cuadros, entre ellos, "La rendición de Breda" "Marte" y el "Crucificado". No nos podemos olvidar de varios retratos de los reyes como cazadores o ecuestres como  "Baltasar Carlos" y  "El Conde Duque de Olivares".

 

          Análisis de la obra.     

 

          El retrato ecuestre del Conde-Duque trata de un ostentoso retrato del valido de Felipe IV, Don Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, inspirado en el “Retrato de don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, Duque de Lerma”, de Rubens, con la enérgica movilidad propia del barroco. Era el hijo del segundo conde de Olivares nacido en Roma (6 de enero de 1587).

 

         El Conde-Duque protegió a Velázquez a quién llamó a Madrid; pero, en su declive político, no arrastró a su protegido, ya que tenía la estimación del Rey. Olivares se desterró de la Corte, primero a Loeches y después a Toro, donde falleció en 1645.

 

         Al realizar el retrato ecuestre, Velázquez pudo basarse en un grabado de Jacques Callot, en un retrato ecuestre de Van Dyck o los grabados de Antonio Tempesta, en concreto "Julio César a caballo" de la serie "Los Césares".

 

         Sobre el lienzo, más ancho, hay un papel como para poner la firma y fecha, en la parte inferior izquierda pero no aparece. También pudo ser que lo dejara en blanco por su no menos probada ironía, ya que no habría pintor en España que lo pudiera hacer. Se cree que fue en 1638, en el que Don Gaspar pagó a dos compañías de soldados de su propio bolsillo para que evitaran la invasión francesa, de Fuenterrabía, episodio que podría sugerirse en el fondo de la escena. El Museo del Prado lo fecha hacia 1634.

 

         Su retrato ecuestre corresponde al momento de apogeo de su poder omnipotente. Nos revela la fuerte personalidad del valido y su poderosa voluntad.

 

          El Conde-Duque está pintado con la misma fluidez que los retratos de Felipe IV, pero con menor luminosidad. Aparece montado sobre un caballo bayo, de perfil, y mirando al frente, como si se alejase de nosotros en una postura totalmente escorzada. Hay en la figura un ímpetu barroco en la actitud briosa y petulante de caballo y jinete. Parece que se dirigen al campo de batalla, que se adivina al fondo. No fue hombre de armas Olivares, pero como primer ministro, era considerado como el artífice de los éxitos militares de la monarquía. Además, entre sus cargos, tenía el mando sobre la caballería.

Don Gaspar lleva armadura negra recamada en oro, sobre la que destaca la banda carmesí de general, a la vez que sostiene en la mano derecha un bastón o bengala que simboliza el mando militar. La cabeza de Olivares está intensamente marcada y representa en el cuadro el punto de mayor luminosidad; lleva un sombrero de tres picos que refuerza su carácter decidido en el mando. Los rasgos del rostro son definidos de modo incisivo.

 

         El ritmo de la composición se consigue con enérgicas diagonales -caballo, espada, bastón, humo, pendiente- relacionados con la figura de Olivares…El corcel aparece en la barroca posición de corveta. Olivares se equipará con el Rey en un retrato de majestad, obligando al caballo a alzar las manos en posición de corveta. Tiene formas robustas y redondeadas el caballo. La gualdrapa del animal parece rica y pesada. En la parte inferior del corcel, al fondo, la caballería y soldados luchan en la contienda entre el polvo, el humo, el estruendo... para llegar al esplendor de la victoria.

 

        Hay que tener en cuenta el fondo del paisaje, interpretado con una gama de verdes y grises, tan característicos de la producción velazqueña. En el horizonte se podría decir que pintan el cielo y tierra en su infinitud; y ello sin discordancia ambiental, en una íntima fusión. Todo aparece cohesionado en el mismo ambiente emotivo y pictórico. El cielo se ha oscurecido con un humo gris azulado que se eleva de una ciudad en llamas.

 

        Utilizaba pinceles largos para las manchas con menudos toques de pincel. Así la banda del general se hace más pesada y aparatosa y el sombrero más teatral, entre otros detalles. La coloración es muy fina, con trémulos brillos, todo unificado en una conjunta gama.

                                                                                                    I.G.L.    

Nº 36. BODEGÓN DEL MUSEO DEL PRADO.

FRANCISCO DE ZURBARÁN (1598-1664)

   

         Introducción.

 

         El Siglo de Oro fue ilustrado con algunas de las mejores figuras del Arte. Contó con una generación de pintores, nacidos en su mayoría en la década de 1590 y, por tanto, activos hasta 1650-60, artistas como  Zurbarán, Velázquez, Alonso Cano, Ribera, Murillo...

 

         Los géneros dentro de esta temática, son variados, al igual que las composiciones son diferentes, más complicadas y atendiendo a la normativa contrarreformista: colorido, naturalismo, cercanía al fiel para facilitarle el acceso al dogma católico... Tras el retablo, la serie monástica. Los temas son los santos, fundadores y figuras célebres de la orden en cuestión. Series conventuales completas tampoco son habituales y lo más frecuente es encontrarlas dispersas, como los monjes mercedarios de Zurbarán que podemos contemplar en la Real Academia de Bellas Artes de Madrid.

 

        El bodegón, del que destacamos por su calidad los de las escuelas sevillana y madrileña, el retrato a lo divino (nobles, ricos, reyes que se retratan con el aspecto del santo de su devoción), y los cuadros de devoción encargados por particulares, son el resto de posibles géneros de este período.

 

         Análisis  de la obra.

    

         Francisco de Zurbarán es uno de los grandes pintores que trabajan en el Barroco español. Nació en Fuente de Cantos(Badajoz). En 1614 se traslada a Sevilla para completar su formación artística con un pintor de imágenes llamado Pedro Díaz de Villanueva. Estudió también en el taller de Herrera el Viejo.

 

         Tres años después se establece en Llerena, importante lugar durante los siglos XVI y XVII que incluso contaba con tribunal de la Inquisición. Realiza una serie de importantes encargos para diversos conventos sevillanos, obteniendo destacables éxitos que le obligan a trasladarse a Sevilla por invitación expresa del Cabildo de la ciudad.

 

       El estilo de Zurbarán es el ideal para los retablos de las iglesias españolas de principios del siglo XVII, con unas figuras realistas, solemnes y un tenebrismo acorde con la moda de los tiempos. Zurbarán es el pintor que mejor sabe interpretar el naturalismo en España, sin olvidar la etapa sevillana de Velázquez. El estilo naturalista se impondrá en Sevilla en los primeros 50 años del Barroco de ahí el increíble éxito alcanzado por Zurbarán en la capital andaluza En 1634 es invitado a trasladarse a Madrid para trabajar en al Palacio del Buen Retiro.

 

        Inicia una década de gran  productividad, realizando obras tanto para iglesias del sur de España como para América. Pero la crisis económica que sufre Sevilla hacia 1650 y el éxito que empieza a obtener Murillo, provocan un descenso en la producción de Zurbarán, que se traslada a Madrid para recibir nuevos encargos, ahora con un estilo más romántico. En Madrid se pondrá en contacto con Velázquez, pero Zurbarán que fallecerá  poco más tarde en Madrid, el 27 de agosto de 1664.

 

        La pintura de bodegones no suele ser obra de los grandes autores  de la pintura española, ya que el paisaje y el bodegón estaban considerados, en la España del siglo XVII,  como arte de segunda categoría. Existían artistas especializados como Arellano o como Van Der Hamen o se recurría a pintores extranjeros, preferentemente flamencos. Esta es la cuestión por la que cuando algún pintor de primera fila como Zurbarán realiza un bodegón, los especialistas intentan buscar un significado oculto, preferentemente religioso, que no tiene.

 

        El maestro se interesa, en este caso, por presentar varios objetos de cerámica y metal, colocados según lo observamos de la siguiente forma: a la izquierda, una copa de bronce sobre bandeja, una vasija blanca, otra vasija de tono tierra y en el extremo de la derecha otra vasija blanca sobre bandeja, resaltando el contraste de tonos rojizos y blancos.

 

         La luz toma un gran protagonismo en la obra del pintor. Este recurso de iluminación está muy ligado a la influencia del barroco italiano, a las técnicas de Caravaggio. Los contrastes de luces y sombras son muy marcados, destacando así mismo la altísima calidad de los objetos que nos muestra el artista, dando la impresión de ser una fotografía.

 

          Los volúmenes de las vasijas aparecen desligados unos de otros. No existe en la composición preocupación por la profundidad espacial, que se disuelve contra un fondo oscuro, pero se aprecian en los objetos calidades táctiles. Presencia del blanco zurbaranesco del que se han llegado a apreciar hasta un centenar de variaciones tonales en toda su obra, e incluso la diferencia del  blanco de las vasijas presentes en este bodegón. También se puede apreciar cierta simetría en la colocación de los objetos, ya que en los extremos aparecen respectivamente sobre bandejas.

 

         Las influencias más evidentes en el Barroco Español son de la  pintura flamenca, de hondo arraigo tradicional por su relación política con las regiones holandesas y de los Países Bajos. El Barroco Holandés, proporciona modelos a los españoles, en mayor medida de lo que pudo influirles el Barroco Italiano,      a lo cual se añade la entrada masiva de obras y autores italianos en la segunda mitad del siglo XVII, y la llegada de Rubens a la corte madrileña, cuyas innovaciones se extienden por todo el territorio nacional.

 

                                                                                              J.P.B.

 

Nº 37. EL MARTIRIO DE SAN FELIPE,1639.  MUSEO DEL PRADO, MADRID

JOSÉ DE RIBERA, (1591-1652) .

 

      Introducción.

 

      La escuela española llega a la cumbre de su estilo durante el reinado de Felipe IV y de la mano de cuatro grandes artistas: Ribera, Zurbarán, Velázquez y  Cano. En los dos primeros vemos atenuarse el tenebrismo aunque perviva el naturalismo táctil y concreto; Velázquez y Cano, por su parte, aportarán en su madurez el saber recrear la naturaleza pero con un sentimiento a la vez humanizado y poético.

 

       José de Ribera ni realizó ninguna obra en España ni vivió en este país desde que dio comienzo su carrera de pintor. Sin embargo, podemos decir que goza de una doble ciudadanía artística, la que le lleva en Italia a ser conocido como el Spagnoletto. Nace en Játiva en 1591 y, siendo muy joven, marcha a Italia para instalarse en Nápoles hacia 1616, ciudad en la que vivirá hasta su muerte en 1652. Antes de establecerse en la ciudad del Vesubio, estuvo en Roma, donde conoció la obra de Caravaggio, pasó por Bolonia, importante foco clasicista, y también por Parma, donde pudo admirar los trabajos de Correggio.

   

       Efectivamente el naturalismo tenebrista lo aprende en la  pintura de Caravaggio, pero su rigor y claridad compositiva son clasicistas al igual que su gusto por la estatuaria clásica mientras que el color es veneciano. .

 

      Análisis formal.

 

      Este cuadro es considerado frecuentemente como el paradigma del barroco naturalista.

 

      Ribera fue uno de los mayores dibujantes y grabadores de su época y aquí lo vemos encerrar a las formas en líneas y volúmenes como puede apreciarse en el perfecto y realista dibujo del cuerpo central. Los ejes de estabilidad se resuelven con la verticalidad del madero y las estrías de la columna de la derecha  mientras que la horizontal la señala el travesaño al que tiene atadas las manos el protagonista. Las demás son líneas diagonales y sinuosas que acusan el movimiento.

 

       El modelado se confía al contraste de claroscuros y, por tanto, a la luz . El acusado tenebrismo de la primera etapa del pintor lo encontramos muy amortiguado: si en un primer plano y en la zona inferior vemos sombras que nos hablan de ese tenebrismo, arriba observamos un fondo aclarado en el cielo que nos aleja de él. La luz, por su parte, seguirá teniendo un uso selectivo; los rostros van a estar iluminados y destacarán así del gris plata del fondo mientras que el personaje central será  indudablemente el más iluminado

 

       El color se va a aplicar en amplias zonas mediante pinceladas cargadas de materia cromática.    Una paleta rica de marrones, grises, verdes, rojos, amarillos terrosos y cárnicos juega con los contrastes, mientras en el extremo inferior izquierdo de la tela, apenas se sugiere un grupo en tonos gris, blanco y rosa.

   

       La composición, por su parte, está a la altura de los grandes maestros italianos. Llama la atención que un formato cuadrado (2’34 X 2’34m.) aparezca con tan marcada verticalidad.

 

       El madero de la cruz se sale del lienzo al igual que visualmente la columna de la derecha: uno y otro nos indican la atectonía y guían nuestra mirada hacia arriba, hacia el infinito. El motivo central se encuentra en la contraposición entre el esfuerzo de las dos figuras de la izquierda que tiran de la cuerda y la pesadez del cuerpo del santo que llena con su presencia la tela y que se acusa con un punto de vista bajo. El contraste es una de las bases compositivas: desnudo frente a personajes vestidos; frontalidad frente a escorzos; iluminación contra oscuridad; cárnicos frente a rojo.

 

       Cuestión aparte son los ejes de las miradas: las hay que se dirigen al cielo, entre ellas las del santo; otras -la madre de la izquierda- mira al espectador y lo compromete; por último, otras indican la presencia del santo.

 

        Sin embargo, como siempre, la geometría soporta al resto de los elementos. Una diagonal nos marca el eje principal y la triangulación se repite por doquier desde la estructuración de las masas a las piernas de sayones y del santo, pasando por los triángulos incompletos de las cuerdas.

 

        Iconografía.

 

        Estamos ante la representación del martirio de San Felipe (y no ante el martirio de San Bartolomé como desde hacía tiempo se le identificaba pese a la ausencia del cuchillo de desollar que era su atributo). Ha elegido el artista el momento anterior al suplicio, la preparación del martirio cuando los verdugos están alzando al santo que tiene los brazos atados a un palo. A la derecha un grupo de verdugos, uno levantando las piernas del mártir y los otros observando complacidos. Para contrastar con lo anterior -la acción terrible, la omisión complaciente, el sufrimiento- y en la parte izquierda, la participación doliente y resignada protagonizada por la madre con el hijo en sus brazos.

 

        La pedagogía de Trento está aquí presente. El martirio es vía de  santidad que niegan los protestantes. Y apostar por Dios, aún a costa de la propia vida, no es patrimonio de las clases privilegiadas. Ahí están esos rostros de pescadores napolitanos y ese tipo anatómico de cuerpo enflaquecido con el que el espectador se puede identificar. A él precisamente va dirigido.        

 

                                                                                                          C.M.A.

 

Nº 38. LA SAGRADA FAMILIA. BARTOLOMÉ MURILLO(1618-1682)

 

         introducción.

 

         Bartolomé Esteban Murillo es quizá el pintor que mejor define el Barroco Español. Nació en 1617 en Sevilla, donde pasó la mayor parte de su vida. En 1633 inicia su aprendizaje artístico con Juan del Castillo, en cuyo taller permanecerá durante cinco años. Sus primeras obras están muy influenciadas por el estilo del maestro. Poco a poco va recibiendo encargos y se traslada a Madrid, donde gracias a Velázquez se empaparía de pintura flamenca y veneciana en las colecciones reales.

 

         En Murillo se distinguen tres estilos: el llamado estilo frío,  que duró hasta 1652. Este primer estilo, tiene un marcado acento tenebrista, muy influenciado por Zurbarán. Después desarrollará un estilo cálido, que utiliza desde el año 1652 al 1656, y por fin  el vaporoso, en el que la pincelada es más suelta, los contornos quedan como esfumados y la luz y el color marcarán las escenas, creando un efecto atmosférico. Esta evolución y clasificación de cada período fue realizada por Ceán Bermúdez hacia 1800.

 

       Sus obras alcanzaron gran popularidad y durante el Romanticismo se hicieron numerosas copias, que fueron vendidas como auténticos "Murillos" a los extranjeros que visitaban España.

 

       Pese a ser cultivador del tema religioso dentro de la pintura barroca, su sistema era tratar las representaciones religiosas como cuadros de género, introduciendo pormenores de la vida cotidiana y  humanizando a sus personajes.

 

       Análisis de la obra:

 

       Una de las primera obras realizadas por Murillo, siguiendo el estilo naturalista que habían puesto de moda Zurbarán o Velázquez en Sevilla, es la Sagrada Familia del Pajarito que recibe ese nombre por el pajarillo que el Niño Jesús muestra al perro que está a sus pies.

 

       La total ausencia de elementos divinos o celestiales hace que nos situemos ante una escena totalmente familiar, como si el pintor nos abriera las puertas de su propio hogar para mostrarnos el juego del pequeño acompañado por su padre, mientras la madre ha parado en sus labores de hilado para comerse una manzana. Las figuras son elegantes pero no dejan de ser totalmente realistas, siguiendo la filosofía del tenebrismo inaugurado por Caravaggio.

 

        El protagonista es el Niño Jesús iluminado por un potente foco de luz procedente de la izquierda que provoca contrastes entre luces y sombras y deja el fondo en total penumbra sobre el que se recortan las figuras, aunque junto a San José se vislumbra el banco de carpintero.

 

        El excelente dibujo del que siempre hará gala Murillo se aprecia claramente en sus primeras obras, donde los detalles son también protagonistas: el cesto de labor de la Virgen, los pliegues de los paños, los miembros de las figuras, el gesto del perrito. En relación con el dibujo, hay que advertir que Murillo fundaría una academia de dibujo junto a Francisco de Herrera "el Mozo" en 1660.

 

        El colorido empleado es el que va a caracterizar esta primera etapa del artista siguiendo el estilo de los naturalistas. El colocar a San José como protagonista de la escena junto al Niño Jesús viene motivado por las discusiones teológicas  sobre la función del santo en la vida de Cristo. Si, en un principio, se pensó que no había tenido nada que ver en la educación de Jesús, (de hecho en el tríptico de la Adoración de los Magos de El Bosco aparece en la tabla lateral) a medida que va pasando el tiempo se va considerando que la labor de San José es cada vez más importante y,  por ello, aquí le vemos como el padre ideal, con un rostro inteligente y paciente, quedando la figura de María en un segundo plano.

 

        Murillo tuvo como sobrenombre "el Correggio español", en él las influencias fllamencas y venecianas se llegan a fusionar con una gracia sevillana que caracteriza su realismo poético.

 

                                                                                                 J.P.B.

 

Nº 39. "FINIS GLORIAE MUNDI" (1671-1672). SEVILLA.

JUAN DE VALDÉS LEAL(1622-1690)

 

         Introducción.

   

         Este gran cuadro, pintado al óleo sobre lienzo (2,70 x 2,16 m.), se conserva en la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla.

   

         Juan de Valdés Leal  fue un pintor destacado de la pintura sevillana del Pleno Barroco decorativo, de la generación de Murillo pero que, a diferencia de él se desentendió bastante de la belleza formal y se preocupó más por plasmar escenas religiosas con figuras llenas de movimiento, expresión y colorido, descuidando mucho el dibujo, que en bastantes obras resulta incorrecto y torpe.     

   

         Trabó amistad con don Miguel de Mañara, promotor del Hospital de la Caridad, e ingresó en la hermandad de la Santa Caridad. Mañara, caballero de la orden de Calatrava, tras morir su esposa en 1661, fue transformando su vida, desarrollando una gran vida interior hasta morir en olor de santidad en 1679. Como Hermano Mayor de la Caridad impulsó la construcción de la iglesia del hospital, que se terminará en 1670, y funda en 1664 un hospicio y a partir de 1673 sucesivas enfermerías, que junto con los patios, conformarán  definitivamente el Hospital de la Caridad.

 

        Contexto religioso y programa iconográfico.   

         En 1670 escribió Mañara el "Discurso de la Verdad", donde expone sus ideas sobre la muerte, del desprecio de las cosas mundanas y sobre el ejercicio de la caridad como medio para conseguir la salvación eterna. El programa iconográfico de la Iglesia, plenamente barroco, con pinturas de Murillo y Valdés Leal y retablo de Simón de Pineda y escultura de Roldán, como jeroglíficos de intencionalidad moralizante, sigue el  Discurso de la Verdad  y está basado en las obras de misericordia, en la práctica de la caridad y en la muerte.

   

         Por encargo suyo realizaría Valdés Leal, hacia 1671-1672, los dos grandes, macabros y terroríficos cuadros de las Postrimerías, IN ICTU OCULI (En un abrir y cerrar de ojos) y FINIS GLORIAE MUNDI (El final de la  gloria  del mundo), que se hallan bajo el coro, en la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla.

 

         Descripción formal de la pintura, iconografía y significado.

    

         Finis Gloriae Mundi presenta unas imágenes aún más dramáticas y sobrecogedoras que In ictu oculi. En el ambiente tétrico de una cripta funeraria u osario, en cuyo fondo se acumulan restos de esqueletos humanos, una iluminación tenebrista destaca en primer plano un ataúd conteniendo el cadáver de un obispo, revestido de pontifical (con capa pluvial, mitra y báculo), en proceso de descomposición. Insectos y gusanos repugnantes corroen su cuerpo muerto con todo lujo de detalles y realismo. A su lado está el cadáver de un caballero de la orden de Calatrava, envuelto en su manto blanco con el escudo de la orden bien visible. Al fondo de la estancia, en medio de gran penumbra, se ve el esqueleto de un rey y numerosos despojos óseos de otros individuos. Es una puesta en escena netamente barroca, que estimula la acción de los sentidos de la vista y sugestivamente del olfato (casi olemos a podrido).

   

         En la parte superior del cuadro aparece la mano de Cristo, perfectamente identificable por los agujeros de los clavos de la crucifixión, que sostiene una balanza con dos platillos. En el de la izquierda, con la inscripción "Ni más", hay distintos objetos y figuras que simbolizan los siete pecados capitales, que llevan al hombre a la condenación. En el platillo opuesto, con la inscripción  Ni menos, aparecen los símbolos de la oración, la penitencia y la caridad, medios para alcanzar la salvación. La balanza está equilibrada. Con ello se quiere significar que todos los hombres, sin distinción de clases e importancia, serán iguales ante el juicio de Dios. El haber practicado las buenas obras, o el mal, desnivelará la balanza llevando el alma a la salvación o a la condenación.

   

          Con un lenguaje visual y conceptual característico de la retórica contrarreformista y barroca se quiere transmitir al hombre la idea de que debe practicar las buenas obras para salvar su alma.

                                                                                                    A.A.N.

 

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