El modelo español de capitalismo resumen y tema

 

 

 

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El modelo español de capitalismo resumen y tema

 

El modelo español de capitalismo: desamortización, transformaciones agrarias y escasa industrialización.

La economía española había padecido las consecuencias de los destrozos de la Guerra de la Independencia y la escasa iniciativa durante el primer tercio del siglo XIX, dejándola en una situación de desventaja clara frente a otros países como Inglaterra, Bélgica o Prusia. Con el régimen liberal se iniciaba un proceso de expansión perceptible en todos los sectores. El papel del Estado liberal debía servir para estimular la inversión y el desarrollo en un plano de libre concurrencia, favoreciendo la actividad mercantil y la prosperidad de las actividades productivas del sector primario y la industria. Los resultados de la nueva realidad económica se manifestaron en los siguientes hechos documentados:

  1.  De la agricultura de subsistencia se pasó a una naciente agricultura comercial, con intercambio entre regiones españolas y fomento del cultivo de productos de exportación.
  2.  De un comercio casi inexistente se pasó a una circulación interior que ha podido documentarse en el tráfico postal y en los precios.
  3.  La diligencia dejó paso al ferrocarril.
  4.  Aparecieron los bancos modernos y las sociedades de crédito, con introducción del capital extranjero, para financiar la infraestructura del transporte y la industrialización .

La desamortización.

El problema que este proceso presentaba en España era la separación entre rentas y beneficios. Las rentas de la tierra eran para los propietarios, que frecuentemente no eran los campesinos que las trabajaban. Éstos obtenían algunos beneficios de su actividad pero no los dedicaban en absoluto a mejorar las explotaciones porque no tenían la seguridad de que fueran a seguir trabajándolas. De ahí se derivó una consecuencia: el hambre de tierra de los labradores, el deseo de acceder a una propiedad de la que carecían. La condición necesaria para animar la inversión y aumentar la productividad era reunir en las mismas personas la propiedad y la explotación de las tierras. De esta forma los intereses de los labradores se identificarían con el interés nacional y aumentaría la producción agraria .

La Constitución de 1812 y la obra legislativa de las Cortes de Cádiz asociaban la desamortización no sólo al problema de la propiedad sino también a las dificultades de carácter hacendístico que la deuda nacional plantea al Estado. Se estableció una legislación desamortizadora básica, cuya principal expresión se encuentra en el Decreto de 13 de septiembre de 1813 que, para Francisco Tomás y Valiente es la primera norma legal general desamortizadora del siglo XIX y encierra todos los principios y mecanismo jurídicos de la posterior legislación desamortizadora. La norma pretendía modificar la estructura de la propiedad y allegar recursos al erario público. Declaraba bienes nacionales que debían ser puestos a la venta en pública subasta las propiedades de los afrancesados, los bienes de los Jesuitas y las órdenes militares, los conventos y monasterios afectados por la Guerra de la Independencia, los bienes del patrimonio real y la mitad de los bienes de baldíos y realengos . El absolutismo anuló estas medidas en 1814.

En 1820, durante el Trienio liberal, se puso en marcha un nuevo proceso. Un decreto de 27 de septiembre de ese año suprime las vinculaciones y en particular los mayorazgos, sobre bienes muebles e inmuebles, lo que afecta a bienes eclesiásticos y estatales. Fueron nacionalizados, además, edificios de propiedad eclesiástica no dedicados al culto como escuelas y hospitales, residencias (conventos y monasterios) de algunas comunidades, bienes como tierras o casas, objetos de culto y obras de arte y documentación de los que se hacen cargo museos y archivos públicos. Se pusieron a la venta algunos bienes inmuebles del Estado (oficinas, tribunales, cuarteles, hospitales, centros de enseñanza...). En 1824 se anuló lo anterior reintegrándose las propiedades sin devolución de los precios pagados ni indemnizaciones. La desamortización del Trienio liberal es, en todo caso, poco conocida aunque, al parecer, la oferta superó ampliamente a la demanda de bienes.

En 1836, por fin, la desamortización experimentó un impulso decisivo con los progresistas y, en particular, con la figura de Juan Álvarez Mendizábal.  Ya en agosto de 1835, Gómez Becerra, ministro de Justicia, había suprimido conventos y monasterios. Un decreto de desamortización aprobado el 19 de febrero de 1836 a instancias de Mendizábal , declaró en venta todos los bienes de las órdenes religiosas suprimidas (Inquisición , Jesuitas, monasterios y conventos con menos de doce profesos ). Un decreto del 8 de marzo siguiente amplía la medida de supresión a los restantes conventos, monasterios, colegios y demás casas de religiosos varones, incluyendo los del clero regular y Órdenes Militares. En el debate sobre la trascendencia del decreto participa Miguel Artola que, asegura, el decreto no fue tan revolucionario y únicamente se transfirió una pequeña parte de las tierras. En enero de 1837 se decretó la devolución a sus compradores de los bienes nacionales vendidos durante el Trienio. En junio de ese mismo año se inició la desamortización de los bienes del clero, confirmando las Cortes la extinción de monasterios, conventos y casas de religiosos y declarando la nacionalización de todos los bienes del clero secular, en sendas leyes publicadas el día 29 de julio de 1837. Un decreto real de esa misma fecha suprimió el diezmo y las instituciones religiosas femeninas con menos de 20 personas o con más de un convento en la misma localidad. Se estableció entonces también que el Estado fuera el encargado de la manutención del clero secular.

La desamortización de las vinculaciones de mayorazgo se llevó a cabo mediante el decreto de 30 de agosto de 1836, que restablecía el de 27 de septiembre de 1820, y la ley de 19 de agosto de 1841, que concretaba la forma de división de los mayorazgos. No parece que provocase transferencias ni expropiaciones inmediatas pero sí que la nobleza debió de aprovechar la oportunidad con el tiempo para vender bienes y sanear su economía.

El verano de 1837 fue, sin duda, decisivo. Corona y fuerzas liberales alcanzaron una serie de acuerdos que permitieron llevar a cabo la abolición de los señoríos y la ejecución de la desamortización eclesiástica. Los progresistas aceptaron la monarquía constitucional tal y como se definió entonces y los moderados aceptaron la desvinculación, la abolición del régimen señorial y la desamortización. La nueva sociedad era una realidad asumida por moderados y progresistas .

En todo caso es evidente que los liberales progresistas modificaron la legislación anterior regulando definitivamente la liquidación del señorío, el mayorazgo y las manos muertas, así como la supresión de aduanas interiores y diezmos, reconociendo además los derechos de libre producción y distribución. La desamortización afectó sobre todo a las fincas rústicas y urbanas del clero, dado que la Iglesia estaba vinculada al absolutismo y a los carlistas.

De todas formas, en la valoración global de los efectos reales de la desamortización, la opinión general es que no alivió la situación deficitaria del Estado ni alteró la propiedad de la tierra sustancialmente . En definitiva parece que reforzó estructuras de propiedad ya viejas aunque con una nueva serie de propietarios. Siguieron existiendo, según las zonas, latifundios y minifundios, latifundistas y minifundistas. Las elites económicas de Madrid se adueñaron de abundantes propiedades y muchos burgueses, sobre todo madrileños, eran terratenientes a finales del siglo XIX, gracias a sus adquisiciones en el centro y sur de la Península. Una selección de negociantes, especuladores, comerciantes y altos funcionarios formaban esta cúpula de terratenientes en la capital de España, cúpula que se reproducía a menor escala en cada capital de provincia. Se trataba de grupos urbanos que accedieron a la propiedad de la tierra gracias a sus influencias y a su sentido de la oportunidad en la inversión. Sin embargo, parece ser que el porcentaje más importante de compradores, por el volumen y el número de sus adquisiciones, sobre todo en la Meseta norte, lo configuró un amplio abanico de propietarios grandes, medianos o pequeños, de origen rural. En general, se considera evidente la ausencia de campesinos no propietarios entre los compradores y también la escasa actividad compradora de la nobleza titulada. La crítica historiográfica actual insiste en que la propiedad del suelo no se democratizó, lo que se ha de considerar como una gran oportunidad perdida de equilibrio y prosperidad en la historia de España .

Más adelante, los gobiernos moderados accedieron  en 1844 a suspender la venta de tierras decretada por Mendizábal, determinando la devolución a la Iglesia de los bienes que todavía no habían sido vendidos (al parecer un 43% del total). Por el Concordato de 1851 la Iglesia recobraba el derecho de adquirir bienes inmuebles y recuperar antiguos bienes de su propiedad todavía sin vender.

El regreso de los progresistas al poder fue bien aprovechado por éstos para, con la iniciativa del ministro de Hacienda, Pascual Madoz, reanudar el proceso de desamortización por una norma de 1 de mayo de 1855 declarando en venta bienes civiles y eclesiásticos de manos muertas. Volvía a vincularse la desamortización con la crisis de la hacienda, al declarar en venta bienes del Estado, clero, órdenes militares, cofradías, propios y comunales de los pueblos, beneficencia e instrucción pública y cualesquiera otras propiedades de manos muertas. Fueron subastadas y vendidas propiedades rurales y urbanas, tierras sujetas a distintos regímenes de arrendamientos del clero, Estado y, sobre todo, municipios y otras instituciones civiles. El volumen de ventas duplicó el de la desamortización de Mendizábal y se desarrolló durante todo el siglo, dando lugar a un amplio e intenso proceso de transformación de propiedades amortizadas en propiedades libres y circulantes. En el caso del clero, parece que la desamortización afectó sobre todo al clero secular, de cuyos bienes debieron de venderse un tercio del total, conculcándose así los acuerdos del reciente Concordato. La Iglesia se resistió con gran tenacidad llegando incluso a romper relaciones diplomáticas con el Estado español. Sin embargo, fueron las propiedades de bienes de propios y comunales de los ayuntamientos las que alcanzaron, con su privatización masiva, el mayor volumen de ventas de la desamortización de Madoz. Los historiadores han criticado duramente este proceso porque consideran que las propiedades municipales pasaron a manos de latifundistas, sobre todo en el centro y sur de la Península, agravando de este modo las diferencias sociales al empobrecer a los campesinos, que sufrieron las consecuencias de la expropiación de esos bienes con efectos muy negativos para su nivel de vida durante el resto del siglo. Esto provocó una frustración profunda entre el campesinado de amplias zonas de España por la imposibilidad de acceder a la propiedad de la tierra, aumentando con ello la conflictividad social en el campo a largo plazo .

 

Las transformaciones agrarias.

La agricultura siguió siendo el sector principal. Lo fue de hecho durante el siglo XIX entero manteniendo la tradición histórica. Ocupaba dos terceras partes de la población activa y se trataba de un sector económico cuyo crecimiento no se discute aunque faltan datos estadísticos que puedan confirmarlo. De todas formas hay dos datos reveladores que lo sugieren: el aumento de la población (de 10 a 18 millones de personas entre el comienzo y el final del siglo) y la importante disminución de la importación de cereal, lo que parece indicar un descenso apreciable del déficit productivo que en este sector padecía España en el pasado.

Aunque con crisis que se van sucediendo en 1824-25, 1835-38, 1847 y 1856-57, después de la Guerra de la Independencia, España experimentó una expansión demográfica y agrícola.

La agricultura conoció una mayor especialización de los cultivos por regiones, según tres modelos diferentes que procuraron adaptarse a las condiciones del medio correspondiente y a partir de un proceso iniciado ya en el siglo anterior y que durante el XIX se vio acompañado de una mejora de los transportes y un aumento del volumen de la actividad comercial. Los tres modelos agrarios regionales desarrollados son:

  1.  El del norte o zona cantábrica, que fomentó el cultivo del maíz y la patata mientras el del trigo va a menos.
  2.  El del interior, dedicado al trigo.
  3.  El del Mediterráneo, que cultivó productos orientados al comercio: vid, olivo, frutas y hortalizas.

Las mejoras técnicas contribuyeron también a una mejora de los rendimientos y en algunas zonas el sistema bienal fue sustituido por el trienal, reduciendo el tiempo que cada parcela se hallaba en barbecho. Cultivos nuevos como la patata permitieron una mejora de la calidad de la alimentación de la población y ayudaron a la transformación de los cultivos tradicionales. Aumentaron las tierras roturadas mientras disminuían las dedicadas a pastizales e incluso el propio cereal se especializó, aumentando la producción del cereal dedicado a pienso más que la del cereal dedicado a la alimentación humana.

El último tercio del siglo XIX depararía una crisis seria que afectó fundamentalmente al sector ganadero. España tuvo que afrontar la entrada en el mercado mundial del suministro cárnico de potencias como Argentina, Australia y EE.UU. con nuevas y amplias explotaciones que trabajaban con bajos costes. La crisis del sector ganadero, ante la pérdida de ventas que la competencia provoca, se agravó en este periodo.

La formación de un mercado interior era un desafío fundamental para la economía española de la época. El Antiguo Régimen había dejado un legado de limitaciones jurídicas y deficiencias en la estructura de los transportes que hacía inevitable la implantación del policultivo en cada zona para satisfacer las necesidades alimenticias de la población. La importancia de los mercados comarcales era vital en este contexto, particularmente en las áreas del interior más aisladas de las rutas comerciales y de la posibilidad de obtener suministros de otros lugares.

Las reformas liberales intentaron modificar esta realidad estimulando el desarrollo del comercio de cereal desde la zona de Valladolid hasta Santander y desde ahí hasta Cataluña, que a su vez enviaba vino, aceite, jabón y papel. Ya existía una ruta La Mancha-Valencia-Barcelona. Existía, ya desde 1819, una línea política proteccionista con Cuba que dio lugar a una ruta de intercambio de cereal peninsular por azúcar de la isla. Con la llegada y expansión del ferrocarril, el transporte se hizo más rápido y económico, lo que favoreció la articulación del mercado, aunque todavía la realidad española imponía una economía dual, como la llama Nicolás Sánchez Albornoz , que distingue a unas zonas modernizadas y con un mercado de intercambio de productos más o menos dinámico de otras ancladas todavía en el comercio comarcal y el autoabastecimiento.

La evolución de los productos agrarios no fue ajena a las distintas coyunturas que vivió el siglo. El trigo, tras la crisis de principios de siglo, se recuperó de 1840 en adelante, favorecido por la estabilidad política y el mercado proteccionista que intentaba librar a los agricultores castellanos de la competencia exterior. La expansión del cultivo en las zonas más productivas parece evidente: Burgos, Valladolid, Salamanca, Cuenca, Soria son los mejores ejemplos de ello. Pero en conjunto los nuevos cultivos y su expansión dieron lugar a una reducción de la superficie dedicada al cultivo del trigo en España. Los abonos químicos incrementaron los rendimientos del cereal, por otra parte, durante la parte final del siglo.

La vid adquirió una importancia creciente. Cada vez era mayor la aceptación social de sus productos (el vino, la uva y la uva pasa) en el mercado exterior. Se calcula que la expansión de los cultivos se cuadriplicó mientras la productividad se doblaba. España, favorecida por la crisis de la filoxera que afectó al viñedo francés, se convertiría en la primera potencia mundial entre 1868 y 1878, año en que la plaga llegaba a suelo español. La vid española vivió entonces una terrible crisis (1878-1893) que no superaría hasta el final del siglo.

El aceite tenía una gran demanda exterior, sobre todo de los países hispanoamericanos. La expansión del olivar se aprecia particularmente en Andalucía (Jaén y Córdoba), Aragón y Cataluña.

Los montes de propiedad pública ocupaban en el siglo XIX gran parte de las tierras existentes España. Los bienes amortizados incluían propiedades del Estado y de los municipios; eran tanto bienes de propios como bienes comunales. Los bienes de propios podían ser alquilados y rendían frecuentemente importantes beneficios. Los comunales eran tradicionalmente de aprovechamiento común por los habitantes del municipio. La desamortización decretada el uno de mayo de 1855, a instancias de Pascual Madoz, afectó muy especialmente a estos bienes civiles. Sus compradores talaron gran parte de las tierras y las dedicaron al cultivo.

La ganadería, la economía ganadera, condicionaba decisivamente la economía agrícola ya desde la Edad Media. El predominio en amplias zonas del sector ganadero se debía a la fuerte demanda exterior de lana y la fuerte implantación de la trashumancia de ganado ovino. El crecimiento demográfico del siglo XVIII reflejaba ya la necesidad de incrementar los cultivos y las disponibilidades alimenticias. La Guerra de Independencia, como para otros sectores de la economía española, fue también demoledora para el ganado ovino. La supresión definitiva de la Mesta y sus privilegios, en virtud de un decreto de 6 de septiembre de 1836, hizo realidad una medida que ya había sido decretada por las Cortes de Cádiz y confirmada durante el Trienio liberal. La drástica reducción de pastos comunales debida a los procesos desamortizadores provocó un fuerte descenso numérico de las cabezas de ganado lanar, mientras crecían las especies dedicadas a la obtención de leche y carne para una población cada vez más abundante.

Las explotaciones ganaderas se limitaron a espacios más pequeños en los que se iba desarrollando la cabaña vacuna y porcina. El ganado vacuno tendió a estar en régimen de estabulación mientras decaía la trashumancia, aumentando los rendimientos de carne, leche y pieles. El ganado porcino se localizaba preferentemente en Extremadura y Andalucía occidental.

En cualquier caso, el campo español siguió soportando las crisis cíclicas de subsistencia a las que se veía abocado por su retraso secular. Las crisis agrícolas se repetían con un ritmo casi de décadas sucesivas: 1817, 1825-1827, 1837, 1847, 1857, 1867, 1879... En estos años de malas cosechas el hambre, las subidas de precios y el descenso del consumo se manifestaron como consecuencias desastrosas que afectaron a la estructura demográfica, diezmando la población, y a las relaciones sociopolíticas favoreciendo el estallido de revueltas y manifestaciones de descontento .

 

La escasa industrialización.

La industrialización es un proceso más propio del siglo XX que del siglo XIX, aunque hubo varios intentos de impulsarlo ya desde el tiempo del régimen isabelino. Si en esto y en la idea del fracaso de la revolución industrial durante el siglo XIX están de acuerdo los historiadores, sin embargo, no coinciden en la definición de los factores que provocaron este intento fallido. Para unos, el fracaso se debió a causas internas exclusivamente y no a la intervención o competencia extranjera que, en cambio, fue determinante para otros. De hecho, Gabriel Tortella se inclina por la responsabilidad exclusiva de España mientras José Acosta considera que la intervención exterior fue decisiva . Jordi Nadal es el historiador que acuñó la frase de El fracaso de la revolución industrial en España, al escogerla como título de un libro en el que analiza esta cuestión. Nadal sitúa este fracaso entre 1814 y 1913 .

En todo caso, la industria española experimentó un cierto desarrollo en este tiempo. Los factores que lo explican son, a juicio de los historiadores, el desarrollo de la legislación liberal y el mayor aprovechamiento de los recursos mineros, muy abundantes en España. La legislación liberal permitió la desamortización de las tierras y la supresión del diezmo. La opinión general de los historiadores es que no contribuyó al desarrollo de otros sectores económicos aunque sí debió de transformar una economía agraria de subsistencia en otra de carácter capitalista. De cualquier manera, la aportación de mano de obra al campo fue muy superior a la inversión en mejoras técnicas, por lo que la agricultura apenas dio oportunidad para el desarrollo de una industria que le suministrara elementos útiles para mejorar sus rendimientos Por otra parte, los recursos mineros no debieron de atraer la suficiente inversión como para desarrollar una industria nacional que los explotase debidamente si se exceptúa el aprovechamiento del hierro por parte de la naciente industria siderúrgica vasca.

Por lo que se refiere a la minería, es importante destacar que el carbón resultaba más barato si se compraba a Gran Bretaña que si se obtenía de los yacimientos españoles. La diferencia de precios entre los carbones británico y español era consecuencia de la carencia de medios para el transporte del carbón hasta el ferrocarril, lo elevado de las tarifas ferroviarias y, sobre todo, la baja calidad, pequeño tamaño y dificultades extractivas de las minas españolas. Esta diferencia de precios se trató de paliar con una política proteccionista sobre cuyos resultados no se ponen de acuerdo los historiadores.

De cualquier forma, se considera que en la minería española hay dos períodos entre los cuales se halla la obra legislativa del Sexenio democrático o revolucionario (1868-1874) que, sin duda, cambió el panorama del sector decisivamente. El primer periodo se caracteriza por el predominio del capital español y las pequeñas dimensiones de las instalaciones. Este hecho, asegura Jordi Nadal, impidió la acumulación de grandes fortunas que hubieran producido un desarrollo de las economías regionales. Una Ley de desarrollo de la minería de 1825, durante el reinado de Fernando VII, ayudó a un cierto auge de la minería, sobre todo en Cataluña. Pero la conflictiva situación que vivió España durante los años treinta del siglo perjudicó seriamente al desarrollo de las inversiones.

Durante el Sexenio democrático, se aprobó la Ley de Bases de la Minería en 1868 y se crearon las Sociedades Mercantiles en 1869, medidas que permitirían la entrada de capital extranjero en España y la formación de grandes sociedades y compañías de explotación de los recursos mineros. El hierro y la pirita del cobre se convirtieron en los productos más buscados. Hasta entonces el plomo había sido el mineral más cotizado.

Como antes se apuntaba fue Vizcaya el foco principal de aprovechamiento del hierro para su industria siderúrgica que, ya desde 1855 se beneficiaba del procedimiento Bessemer para la obtención de acero de calidad elevada. Sin embargo, no se considera que el desarrollo del sector llegara ser importante hasta los años 80 del siglo, una vez que se fueron superando los inconvenientes de la carestía de carbón, la falta de capitales o la insuficiente protección arancelaria. De este núcleo original se desarrollaría posteriormente el gran centro siderúrgico vizcaíno, ya en el tiempo de la Restauración. En 1882 se fundaron los Altos Hornos de Baracaldo, empezando a funcionar su primer horno en 1885. De la fusión de varias grandes empresas siderúrgicas nacería finalmente, en 1902, Altos Hornos de Vizcaya, que prolongó su vida como empresa clave del sector en el País Vasco hasta su cierre definitivo en 1996. Por otra, parte la industria naviera se desarrollaría a partir de hitos como la creación en 1888 de los Astilleros del Nervión.

En realidad parece ser que el único sector industrial que experimentó un considerable desarrollo durante el siglo XIX fue la industria textil. Tras la crisis ocasionada por los dañinos efectos de la Guerra de Independencia y la pérdida de comercio en América, el sector, con sede fundamentalmente en Cataluña, inició nuevamente su expansión desde 1832, aunque le perjudicó en su momento el estallido de la primera guerra carlista. A mediados del siglo los centros de la industria textil algodonera, modernizados por el empleo de los telares mecánicos y la máquina de vapor, se concentraban en el valle de algunos ríos catalanes: el Ter, el Llobregat...  En este contexto el algodón llegó a ser, para algunos historiadores, la palanca de la industrialización española, ya que el otro sector fundamental de la industria española, es decir, el sector siderúrgico, no había alcanzado todavía resultados tan satisfactorios.

 

El desarrollo del mercado interior.

La articulación de un mercado nacional de productos agrícolas e industriales no se hizo realidad hasta mediados de siglo. El ferrocarril y el telégrafo, en 1848, permitieron la intensificación de las relaciones comerciales. En los periódicos aumentó el espacio dedicado a propaganda. El sello de correos (1850) agilizó el tráfico postal; las exposiciones se convirtieron en un incentivo para vendedores y productores.

Nicolás Sánchez Albornoz ha identificado circuitos de intenso tráfico postal con zonas expansivas y rutas de tráfico precario con zonas deprimidas. En las comarcas de correo escaso las oscilaciones de precios reflejan una comercialización deficiente, se localizan pocas instituciones bancarias y, con cierta frecuencia, son zonas de demografía antigua que tienen altas tasas de natalidad y mortalidad. El correo y el comercio son considerados, por tanto, elementos indicadores de zonas y etapas de desarrollo.

La construcción de la red ferroviaria se inició tardíamente en España. Se han dado varias explicaciones de este retraso: guerras civiles, orografía difícil, falta de capitales... El historiador Gabriel Tortella estima que el único factor decisivo fue el escaso interés de los gobiernos. El primer ferrocarril, Barcelona-Mataró, se inauguró en 1848; el Madrid-Aranjuez tres años después. Hasta 1856 el ritmo de construcción fue lento. La ley general de ferrocarriles de 1855 estimuló el trazado de nuevas líneas con subvenciones a las compañías y exenciones en la importación de equipos, por lo que en 1864 ya estaba unido Madrid con varios puntos del litoral. El apoyo al ferrocarril fue claro: sólo cotizaban en bolsa los valores ferroviarios. Es posible, según estima Tortella, que esta inversión monopolizadora perjudicara a otros sectores industriales como consecuencia de una absorción excesiva de capitales por la construcción de una red de comunicaciones que no resultó rentable. La escasez de población, el atraso económico del país y el estado incompleto de la red se combinaron para provocar una escasa rentabilidad de los trenes, explotados por compañías en las que el capital francés era mayoritario.

Este desarrollo prematuro del ferrocarril fue analizado por los redactores de El Economista, que en 1856 escribían: Hacer un ferrocarril cuando hay poco que llevar por él es obrar como el médico que sin tener visitas se compra carruaje. Después de una etapa de entusiasmo, Gustavo Hubbard, redactor jefe de la Gaceta de los Caminos de Hierro, reconocía que los ferrocarriles españoles habían sido creados en un país que no estaba preparado para tanto adelanto. Es sorprendente  que en algunos países, como España, Francia o Rusia, el ferrocarril produjera fenómenos depresivos, mientras que en otros, como Inglaterra, Alemania o Estados Unidos, se convirtió en el instrumento de desarrollo por excelencia.

De todas formas, independientemente de la posible idoneidad del ritmo de construcción, considerando que no se desarrollaban al mismo tiempo otros sectores, el impacto del ferrocarril en la vida nacional parece indudable; La comercialización de la agricultura puede comprobarse por la llegada a los mercados urbanos de productos frescos de huerta, que revolucionaron la dieta alimenticia. Las ciudades se vieron obligadas a derribar sus murallas y abrir espacios para la construcción de estaciones que, necesariamente, con el fin de evitar transportes adicionales, se situaron en el interior de los cascos urbanos. La movilidad de la población aumentó, la lucha contra el hambre ganó en eficacia y las costumbres y mentalidades fueron cambiando. Sin duda la llegada del ferrocarril es uno de los acontecimientos destacados del siglo XIX y la repercusión que el hecho tuvo en la vida española lo demuestra.

El mercado de valores es también digno de análisis. El sistema financiero impulsó decisivamente todo este proceso de expansión económica. Conviene insistir en que los bancos constituyeron la palanca imprescindible de la revolución industrial. La recepción de capital extranjero y la promulgación de una normativa capaz de fomentar el desarrollo de los establecimientos bancarios se deben también a la acción de los progresistas del bienio (1854-1856), cuando la coyuntura de expansión y crecimiento exigía unos instrumentos de apoyo para el despegue comercial e industrial .

En 1844 don José de Salamanca fundó el Banco de Isabel II, durante cierto tiempo rival del Banco de San Fernando (1829). Éste había sido convertido, tras la reforma de la Hacienda de Mon (1845), en el órgano bancario que respaldaba al Estado, lo cual le arruinó. En 1847, siendo ministro de Hacienda José de Salamanca, los dos bancos se unieron, naciendo de la integración el Banco Español de San Fernando, que en 1856 adoptaría ya el nombre de Banco de España.

La legislación bancaria de 1856 contemplaba la existencia de los bancos de emisión y de las sociedades de crédito. La instalación de éstas suponía la apertura hacia el capital extranjero; en España se domiciliaron el Crédito Mobiliario, la Sociedad española Mercantil e Industrial y la Compañía General de Crédito. En los años siguientes aparecerían una serie de bancos nuevos en diferentes capitales: Banco de Santander, Banco de Bilbao, Banco de La Coruña... También ase crearon nuevas entidades en Sevilla, Valladolid, Zaragoza, etc. Todas ellas posibilitaron y respaldaron los negocios a escala local: la siderurgia en Sevilla, la industria harinera en Valladolid, la actividad de exportación por el puerto de Santander, la importación de material ferroviario por el puerto bilbaíno… Al mismo tiempo el capital extranjero de las sociedades de crédito se invertía en los ferrocarriles, las minas, las compañías de Gas, de Seguros, de Tabacos…

Fernández, Antonio. Historia contemporánea. Editorial Vicens Vives. Barcelona, 1979, p. 178.

Artola, Miguel. La burguesía revolucionaria (1808-1874). Alianza. No. 5 de la Colección de Historia de España, dirigida por Miguel Artola. Madrid, 1990, pp. 112-113.

Baldíos: También denominados realengos, eran tierras del Rey que éste cedía a los municipios libre y gratuitamente para su aprovechamiento. Solían ser tierras de poca calidad que en la mayoría de los casos se utilizaban para alimento del ganado.

Conviene analizar y comentar el texto, correspondiente al  Decreto del 19 de febrero de 1836, sobre la desamortización de Mendizábal, que aparece en el Apéndice de textos.

La Inquisición fue suprimida el 15 de julio de 1834 definitivamente.

Los Jesuitas fueron suprimidos el 4 de julio de 1835 y, por esas mismas fechas, los conventos con menos de 12 religiosos, durante el gobierno del Conde de Toreno.

Artola, Miguel. La burguesía revolucionaria (1808-1874). Alianza. No. 5 de la Colección de Historia de España, dirigida por Miguel Artola. Madrid, 1990, p. 118.

Bahamonde, Ángel, y Martínez, Jesús A. Historia de España. Siglo XIX. Historia de España. Serie Mayor. Cátedra. Madrid, 1994, pp. 222 y 223.

Bahamonde, Ángel, y Martínez, Jesús A. Historia de España. Siglo XIX. Historia de España. Serie Mayor. Cátedra. Madrid, 1994, pp. 222-224.

Bahamonde, Ángel, y Martínez, Jesús A. Historia de España. Siglo XIX. Historia de España. Serie Mayor. Cátedra. Madrid, 1994, pp. 325-326.

Nicolás Sánchez Albornoz defiende la tesis de la economía dual en la realidad española del siglo XIX.

Fernández, Antonio. Historia contemporánea. Editorial Vicens Vives. Barcelona, 1979, p. 179.

Bahamonde, Ángel, y Martínez, Jesús A. Historia de España. Siglo XIX. Historia de España. Serie Mayor. Cátedra. Madrid, 1994, p. 388.

Nadal, Jordi. El fracaso de la revolución industrial en España, 1814-1913. Editorial Ariel. Barcelona, 1980, cuarta reimpresión de la primera edición.

Esta coyuntura económica propicia se vio favorecida por el estallido de la Guerra de Crimea, península situada al norte del Mar Negro. El conflicto internacional desarrollado entre 1854 y 1856 en esa zona estratégica termina con la victoria de las potencias occidentales, lo que propicia la penetración del capital occidental en el área del derrotado Imperio Turco, como consecuencia de las condiciones de paz establecidas.

 

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