La narrativa hispanoamericana de la revolucion mexicana

 


La narrativa hispanoamericana de la revolucion mexicana resumen

 

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La narrativa hispanoamericana de la revolucion mexicana

 

Carlos Fuentes

En su vasta producción narrativa Carlos Fuentes (México, 1928) se propone explicar la situación social y política del México actual a partir de su pasado. A este propósito obedecían La región más transparente (1958), Las buenas conciencias (1959) y La muerte de Artemio Cruz (1962), su título más conocido, donde narra la vida de este personaje, activo participante en la Revolución que paulatinamente abdica de sus ideales, habiéndose convertido al final en próspero hombre de negocios en estrecho contacto con el capital estadounidense. Precisamente las complejas relaciones entre estos dos países  norteamericanos presiden los espléndidos cuentos agrupados bajo el título de La frontera de cristal (1995), al que pertenece este relato.

 

La raya del olvido

 

A Jorge Castañeda

 

Estoy sentado. Al aire libre. No puedo moverme. No puedo hablar. Pero puedo oír. Sólo que ahora no oigo nada. Será porque es de noche. El mundo está dormido. Sólo yo vigilo. Puedo ver. Veo la noche. Miro la oscuridad. Trato de entender por qué estoy aquí. ¿Quién me trajo aquí? Tengo la sensación de despertar de un sueño largo y artificial. Trato de saber dónde estoy. Quisiera saber quién soy. No puedo preguntar porque no puedo hablar. Soy paralítico. Soy mudo. Estoy sentado en una silla de ruedas. La siento mecerse un poco. Toco las ruedas de hule con la punta de mis dedos. A ratitos avanza tantito. A ratitos parece que se echa para atrás. Lo que más temo es que se vuelque. A la derecha. A la izquierda. Comienzo a orientarme de nuevo. Estaba mareado. A la izquierda. Río un poquito. A la izquierda. Ésa es mi desgracia. Ésa es mi ruina. Irme a la izquierda. Me acusan. ¿Quiénes? Todos. Qué risa me da esto. No entiendo por qué. No tengo razón alguna para reír. Creo que mi situación es espantosa. De la chingada. No recuerdo quién soy. Debo hacer un gran esfuerzo para recordar mi cara. Se me ocurre una cosa absurda. Nunca he visto mi propia cara. Debo inventarme mi nombre. Mi cara. Mi nuca. Pero como esto me resulta más difícil que recordar, tengo esperanza en la memoria. Más que en la imaginación. ¿Es más fácil recordar que inventar? Para mí creo que sí. Pero decía que temo volcarme. Rodar no me da tanto miedo. Para atrás sí, me da miedo. No veo a dónde voy. Mi nuca no tiene ojos.

 

Hacia adelante por lo menos me hago la ilusión de que puedo controlar algo. Incluso si ruedo al abismo. Lo veré mientras caigo. Veré el vacío. Entonces me doy cuenta de que no puedo caer en el abismo. Ya estoy en él. Éste es mi alivio. También es mi temor. Pero si ya no voy a caer más bajo, ¿estoy en lugar plano? Mi mirada es lo más móvil que tengo. Trato de mirar derecho, luego de lado. Primero a la derecha. Luego a la izquierda. Sólo veo oscuridad. Miro hacia arriba con un esfuerzo de mi pobre nuca vieja y tiesa. ¿Estoy en lugar seguro? No hay estrellas. Las estrellas se han ido. En cambio un resplandor mugroso cubre el cielo. Es más oscuro que la oscuridad. ¿Dónde hay luz? Miro hacia mis pies. Una cobija me cubre las rodillas. Qué bonito detalle. ¿Quién habrá sentido a pesar de todo compasión por mí? Mis zapatos raspados asoman debajo de los flecos de la colcha. Entonces veo lo que debo ver. Veo una raya a mis pies. Una raya luminosa, pintada con un color fosforescente. Una línea. Una división. Una raya pintada. Brilla en la noche. Es lo único que brilla. ¿Qué es? ¿Qué separa? ¿Qué divide? No tengo más señas para orientarme que esa raya. Y sin embargo, no sé qué significa. Nada me habla esta noche. Yo no puedo moverme ni hablar. Pero el mundo se ha vuelto como yo. Mudo e inmóvil. Al menos miro. ¿Soy mirado? Nada me identifica. Quizás cuando amanezca pueda darme cuenta de dónde estoy. Con suerte, podré darme cuenta de quién soy. Me imagino una cosa. Si alguien me encontrara aquí, abandonado en un lugar ciego y abierto donde sólo brilla una raya artificial en el suelo, ¿cómo le haría para identificarme? Me miro a mí mismo hasta donde la vista me alcanza. Lo más fácil es mirar mi regazo. Basta clavar la cabeza. Veo la colcha sobre mis rodillas. Es gris. Tiene un hoyo. Exactamente sobre mi rodilla derecha. Trato de mover las manos para taparlo, disimularlo. Mis manos están rígidas sobre las ruedas de goma. Si alargo con esfuerzo mis dedos tullidos me doy cuenta de que las ruedas son ruedas. En cambio, también me doy cuenta de que he dicho superficialmente que la raya en la tierra es artificial. ¿Cómo lo sé? Puede que sea natural, como un tajo, una barranca. En cambio, quizás yo sea un ser artificial, una presencia imaginaria. Le pido a gritos a mi memoria que regrese y me salve de la imaginación destructiva. Donde terminan los flecos de la cobija, veo mis zapatos. Ya dije que son viejos, raspados, boludos. Como de minero. Me aferro a esta asociación. ¿Imagino, recuerdo? Minero. Excavaciones. Túneles. ¿Oro? ¿Plata? No. Barro. Sólo barro. Barro. No sé por qué digo "barro" y quiero llorar. Algo terrible se mueve dentro de mi estómago cuando digo "barro", pienso "barro". No sé por qué. No sé nada. Amo mis viejos zapatos. Son duros pero son cómodos. Se amarran con agujetas altas. Son como botines. Me suben hasta arribita del tobillo. Para darme seguridad. Aunque no pueda caminar. Mis zapatos me mantienen firme. Sin ellos me desplomaría. Caería de narices, desbaratado. Me iría de lado. ¿Izquierda? ¿Derecha? Es lo peor que puede pasarme. En el abismo ya estoy. Irme de lado es mi temor. ¿Quién me ayudaría a levantarme? Quedaría embarrado en la tierra. Mi nariz olería la raya. O la raya se comería mi nariz. Mis zapatos se plantan firmemente en los descansos de la silla. La silla se planta en la tierra. Aunque no tan firmemente. Yo no tengo manera de caminar. Pero la silla puede rodar y voltearse. Yo caería a la tierra. Eso ya lo dije. Pero ahora añado una novedad. Yo me abrazaría a la tierra. ¿Es éste mi destino? La raya fluorescente se ríe de mí. Ella le impide a la tierra ser tierra. La tierra no tiene divisiones. La raya dice que sí. La raya dice que la tierra se ha dividido. La raya hace de la tierra otra cosa. ¿Qué cosa? Estoy tan solo. Tengo tanto frío. Me siento tan abandonado. Sí, quisiera caer a la tierra. Descender hasta ella. Caer en su profundidad. En su oscuridad real. En su sueño. En su arrullo. En su origen. En su fin. Volver a empezar. Acabar ya. Todo al mismo tiempo. Caer en mi madre, sí. Caer en el recuerdo de lo que fui antes de ser. Cuando fui querido. Cuando fui deseado. Yo sé que fui deseado. Necesito creerlo. Yo sé que estoy en el mundo porque fui querido por el mundo. Por mi madre. Por mi padre. Por mi familia. Por los que iban a ser mis amigos. Por los hijos que iba a tener. Digo esto y me detengo espantado. He dicho lo prohibido. Me escabullo, me escondo en mi propio pensamiento. No tolero lo que acabo de decir. Mis hijos. No lo acepto. Me espanta la idea. Me repugna. Entonces vuelvo a mirar la raya de la tierra y retomo mi pobre consolación. No puedo reunirme con la tierra porque esa raya me lo impide. La raya me dice que la tierra está dividida. La raya es otra cosa distinta de la tierra. La tierra dejó de serlo. Se volvió mundo. El mundo es el que me quiso y me trajo desde la tierra donde dormía idéntico a ella y a mí mismo. Fui sacado de la tierra y puesto en el mundo. El mundo me convocó. El mundo me quiso. Pero ahora me rechaza. Me abandona. Me olvida. Me arroja de vuelta a la tierra. Pero la tierra tampoco me quiere. En vez de abrirse en un abismo protector me planta en una raya. Por lo menos el abismo me abrazaría. Entraría a la oscuridad verdadera, total, sin principio ni fin. Ahora miro la tierra y una raya indecente la divide. La raya posee su propia luz. Una luz pintada, obscena. Totalmente indiferente a mi presencia. Yo soy un hombre. ¿No valgo más que una raya? ¿Por qué se ríe de mí la raya? ¿Por qué me saca la lengua? Creo que desperté de una pesadilla y volveré a caer en ella. Los objetos más bajos, las cosas más viles, van a vivir más que yo. Yo pasaré. Pero la raya permanecerá. Es una trampa para impedir que la tierra sea tierra y me reciba. Es una trampa para que el mundo me retenga sin quererme. ¿Por qué ya no me quiere el mundo? ¿Por qué aún no me acepta la tierra? Si supiera estas dos cosas lo sabría todo. Pero no sé nada. Quizás debo ser paciente. Debo esperar que amanezca. Entonces sin duda pasarán dos cosas. Alguien se acercará a mí y me reconocerá. Hola X, me dirá. ¿Qué haces aquí? ¿No me digas que has pasado la noche aquí? Solo. A la intemperie. ¿No tienes hogar? ¿Y tus hijos? ¿Dónde están? ¿Por qué no te cuidan? Pienso esto. Digo esto. Y aúllo. Como un animal. Grito como si estuviera capturado dentro de una copa de cristal muy frágil y mi grito pudiese quebrarla. El cielo es mi copa. Aúllo como los lobos para espantar una sola palabra. Hijos. Prefiero ir rápidamente hacia adelante a mi segunda posibilidad. Amanecerá y yo podré reconocer el lugar donde estoy. Eso me aliviará. Eso, quizás, me dará fuerza para orientarme, tomar las ruedas entre las manos y dirigirme a un lugar conocido, preciso. ¿A dónde? No tengo la menor idea. ¿Quién me espera? ¿Quién me protege? Estas preguntas provocan las contrarias. ¿Quién me detesta? ¿Quién me abandonó aquí a la mitad de la noche? Calmo mi aullido. Nadie. Nadie me reconoce. Nadie me espera. Nadie me abandonó. Fue el mundo. El mundo me dejó de la mano. Dejo de aullar. ¿Nadie me quiere? Las preguntas son puras posibilidades. Seguramente no estoy muerto. Imagino posibilidades. Eso quiere decir que aún no muero. ¿Cancela la muerte toda posibilidad? Imagino que reconozco y soy reconocido. Quiero saber dónde estoy. Quiero saber quién soy. Quiero saber quién me puso aquí. Quién me abandonó en la raya, en la noche. Si me sigo preguntando todo esto, quiere decir que no estoy muerto. No estoy muerto porque no renuncio a las posibilidades. Pero me basta pensar esto para pensar que hay muchas maneras de estar muerto. Quizás sólo he imaginado algunas pero no todas y ésta sea una de ellas. Estoy sentado mudo y paralítico en una silla de ruedas en medio de la noche y en un lugar que desconozco. Pero creo que no estoy muerto. ¿Será una ilusión pensar esto? ¿Seguiremos pensando siempre que estamos vivos? ¿Será eso la verdadera muerte? Creo que no. Si estuviera realmente muerto, sabría lo que es la muerte. Esto me consuela. Como no lo sé, debo seguir vivo. Y si estoy vivo, es porque imagino la muerte de muchas maneras. Debo andar muy cerquita de ella, sin embargo, porque siento que mis posibilidades se me van acabando. Primero me digo que estoy pasando. No me atrevo a nombrar mi muerte. Me da miedo. Estoy de paso, digo amablemente para que nadie se asuste. Mucha gente se hace presente para decirme sí, sí estás pasando nada más. Y un día habrás pasado. Estarás muerto. Sonríen en la oscuridad cuando dicen esto. Las gentes. Les alivia. Si yo no muero porque sólo paso, ellos tampoco morirán. Habrán pasado nomás. Me repugna esta idea. La rechazo. Busco algo que la niegue. Algo que niegue su espantosa hipocresía. Que nadie diga de mí "X pasó". (X soy yo.) Prefiero la otra voz dentro de mí que dice "X ya se murió." Yo ya me morí. Eso me gusta más. Eso espero que digan de mí, si realmente ya me morí, cuando me muera de veras. Es como si siempre hubiera estado esperando a la muerte y por fin me llegó el día. Pero también es como si la muerte me hubiera estado esperando desde siempre, con los brazos abiertos. Ya se murió. Para esto nació. Para esto lo hicimos, lo quisimos, lo criamos, lo echamos a andar. Para que se muriera. No para que nomás pasara como si nada. No. Lo criamos para que se muriera. Así con todas sus letras. Entonces a mí se me ocurre algo tremendo, como si pensar estas dos cosas - pasó nomás, ya se murió fuese lo mismo que pensarlo todo. Una voz llega de un lado de la raya y me dice "Estás pasando". La otra llega del otro lado y me dice "Ya te moriste". La primera voz, la del lado que no es el mío, que está detrás de mí, habla en inglés. "He passed away", dice. La otra, enfrente de mí, del lado mío, habla en español: "Ya se murió." Se petateó. Estiró la pata. Levantó los tenis. Se fue a empujar margaritas. "Ya se murió." ¿Quién? Eso no me lo dice nadie. Nadie me devuelve mi nombre. Muevo hacia arriba la cabeza con dolor. Ya lo dije. Mi cuello está tieso. Es muy viejo. Un cuello de gallo que no se cuece al primer hervor. Repentinamente, como si mis ideas las convocaran, las estrellas brillan en la noche. Entonces yo hago algo totalmente inesperado y misterioso. Logro levantar un brazo. Cubro mis ojos con la palma de mi mano. La dejo caer derecho sobre mis rodillas. No sé por qué hago esto. Más aún, no sé cómo logré hacerlo. Pero al abrir los ojos y mirar al cielo, ubiqué la estrella Polar. Sentí un gran alivio. Ver esa estrella, identificarla, volvió a ubicarme por un instante en el mundo. Estrella Polar. Su presencia y su nombre se me hicieron presentes. Son algo nítido. Allí están, la estrella y el polo. No se mueven. Anuncian eternamente el principio del mundo. Arriba y atrás de mí está el Norte. Pero en vez de anunciar el principio como yo lo acabo de desear, la voz de la estrella me dice: Vas a pasar. You are going to pass away. Pasaré. Seré polvo y regresaré al polvo. Soy el señor del polvo. El señor polvoso. Soy barro y regresaré al barro. Seré el señor del barro. El señor... Esta vez no grité. Aprieto entre mis manos las ruedas de la silla. Las araño con furia y desconcierto. Estoy a punto de saber. No quiero saber. Una intuición horrible me dice que sí sé. Voy a sufrir. Dejo de mirar a la estrella del Norte. Miro mejor a la tiniebla del Sur. Hacia abajo. Hacia mis pies. "Ya te vas a morir", me dice la penumbra. Lo dice en español. Y yo respondo. Yo logro hablar. Yo digo algo. Una oración aprendida hace mucho. En español. Bendita sea la luz. Y la Santa Veracruz. Y el Señor de la Verdad. Y la Santa Trinidad. Esto me consuela enormemente. Pero también me da ganas de orinar. Recuerdo como de rayo que de chiquito cada vez que rezaba me daban ganas de ir al baño. Así como algunos se mean al oír el rumor de agua, a mí la vejiga se me activa al rezar. Dicho y hecho. La Santa Trinidad. El pipí se me suelta. Me da vergüenza. Se me va a manchar el pantalón. Miro hacia mi regazo, esperando la mancha de humedad alrededor de mi bragueta abierta. Pero no pasa nada, a pesar de que sin duda me acabo de orinar. Otra vez muevo con gran dificultad la mano derecha. La meto por la bragueta. No encuentro mi calzón, ni la apertura del mismo que me permitiría tocar mi vello obscenamente encanecido, mi picha arrugada, las pelotas que me han crecido como de elefante. Nada de eso. Encuentro un pañal. La textura es inconfundible. Satinada e impermeable, gruesa y acolchonada. Me han puesto un pañal. Siento alivio y vergüenza. Alivio porque sé que puedo orinar y cagar a mi gusto, sin miedo. Vergüenza por lo mismo: me están dando trato de bebé. Creen que soy un niño inútil. Me han puesto un pañal y me han abandonado en una silla de ruedas sobre una raya pintada en la tierra. Si me hago caca, ¿alguien olerá mi mierda? ¿Vendrá entonces alguien a auxiliarme? Esto me humillaría. Prefiero seguir pensando que me han abandonado y ya no vendrán por mí. Nadie me cambiará el pañal. Me han abandonado. El pañal me obliga a repetir esto. Soy el niño abandonado, el expósito. El huérfano. ¿De quién? ¿De quiénes? Siento la tentación de mover las ruedas de mi silla de inválido. Ya expliqué por qué no lo hago. Temo rodar. Caer. De bruces. Hacia el sur. De espaldas. Hacia el norte. A la derecha no. A la izquierda mejor. Pero esa palabra me inquieta, ya lo dije. Trato de evitarla. Igual que evito la idea del barro, la noción de tener hijos, la necesidad de hablar inglés. Pero la palabrita se me impone. Izquierda. Si la admito, admitiré todo lo demás, Nombre. Barro. Hijos. Muerte. Lengua. La repito y me veo, milagrosamente, en el exacto sitio donde estoy. Sólo que de pie. Ahora de pie. Ahora joven. Sólo que acompañado. Estoy en la raya. Me enfrento a un grupo armado. Son policías. Visten camisas color caqui de mangas cortas. Sudaderas debajo de las camisas. Aun así el sudor del pecho y las axilas mancha la camisa reglamentaria. Son norteamericanos. Están de un lado de la raya. Detrás de mí hay un grupo desarmado. Usan overoles. Botas como las mías. Sombreros de petate. Tienen caras de cansancio. Caras de haber viajado mucho tiempo y por lugares áridos. Tienen polvo en las pestañas, en la boca, en los bigotes. Parecen hombres que fueron sepultados en vida. Resucitados. Basta esto para que un nombre regrese con fuerza igual a la de la estrella polar. Lázaro. En su nombre hablo. Alego. Defiendo. Hay disparos. Caen los hombres de polvo. Me rodean gentes que yo debería conocer, querer. Me rodean para protegerme a mí de las balas. Me protegen pero me regañan. Alborotador. Quién te manda. No te metas. Nos comprometes. Así no. Regresa a tu casa. Entra al orden. Nos comprometes a todos. A tu mujer. A tus hijos. A tu hermano sobre todo.

 

¿A mi hermano? ¿Por qué a mi hermano? ¿Acaso no estoy aquí defendiendo a mi hermano? Míralo. Casi no respira. Está cubierto de polvo. Acaba de salir de la tumba. Se llama Lázaro. Éste es mi hermano. Lo defiendo aquí, en la raya. Lázaro. Todos se ríen de mí. Pareces un gallo en tu raya. Un gallo picoteado, más muerto que vivo. El verdadero gallo es tu hermano. Él es el dueño de la raya, no tú. No lo comprometas. Entre todos vamos a cansarte hasta que te rindas. Vamos a demostrarte que tus valentías son inútiles. Vamos a moverte de la raya, gallito joven. Te vamos a agotar, gallo viejo. Por más que hagas el mundo no va a cambiar. Esos que llamas tus hermanos van a seguir viniendo. Cuando sus brazos hagan falta cruzarán la raya sin que nadie los moleste. Todos se harán de la vista gorda. Pero cuando estén de sobra, los rechazarán. Los golpearán. Los matarán en las calles y a la luz del día. Los expulsarán. El mundo no cambiará. Tú no lo harás cambiar. Eres una gota de agua en un océano de intereses que se mueven con grandes marejadas con ti o sin ti. Tu hermano sí que mueve el mundo. Él es el dueño de toda la raya, de mar a mar. Él crea riqueza. Él saca agua de las rocas. Él hace que el desierto florezca. Él convierte en pan la arena. Él sí que cambia al mundo. No tú, pobre diablo. No tú, viejo idiota con pañal sentado en silla de ruedas en la misma raya donde hace mucho fuiste un joven valiente. Un hombre de izquierda. Un hombre joven valiente de izquierda. Un hombre joven valiente de izquierda con la mirada brillante. Ése no eres tú. Tú sin nombre. Gritas. Otra vez aúllas. Tú ves. Tú oyes. Tú gritas. Lo haces porque descubres que eso te da fuerzas, te permite mover un poco tus brazos tullidos. ¿Quién eres? El coro de la noche me agrede, me insulta y yo quisiera saber quién soy para responderles: No Soy Nadie, Soy Alguien. Hago un ruido alegre con los dientes. Ya sé. La etiqueta de mi saco. Ahí dice quién soy. Ahí viene mi nombre. Mi mujer siempre me escribía mi nombre en la etiqueta del saco. Vas a esos mítines, me decía, y te quitas el saco para hablar en mangas de camisa. Luego nadie sabe de quién es este saco o el otro. Y regresas en mangas de camisa. Te enfrías. Pero sobre todo no tienes dinero para comprarte otro saco. Déjame escribir tu nombre en la etiqueta interior junto al pecho. Mi nombre. Mi corazón. Ella. A ella la recuerdo. He recordado primero a mis verdaderos hermanos. Enseguida he olvidado a mi falso hermano. Pero a los dos los recuerdo en pedazos, en penumbras. A ella debo recordarla completa, como era, cariñosa y leal. Qué linda mujer me tocó. Qué fuerte y buena, como una roca, como una panadería. Olía a pan. Sabía a lechuga. Era fuerte y bendita y fresca. Me protegía. Me abrazaba. Me animaba. Me escribía mi nombre en la etiqueta del saco, junto al corazón. "Para que no te me vayas a perder, junto al corazón." Allí me llevo ahora la mano adolorida, la mano vacía, la mano buena de mi cuerpo partido por la mitad. No encuentro nada. No hay parche. No hay nombre. No hay corazón. No hay etiqueta. La arrancaron, grito hacia adentro de mí. Me arrancaron mi nombre. Me despojaron de mi corazón. Me abandonaron sin nombre en la raya de la noche. Los odio. Los tengo que odiar. Pero prefiero amarla a ella. Ella también está ausente, como yo. ¿Entonces por qué no nos encontramos? Ausentes los dos, debíamos reunirnos. Tengo hambre de ella, de su compañía, de su sexo, de su voz, de su juventud y de su vejez. ¿Por qué no estás conmigo, Camelia? Me detengo. Miro a las estrellas. Miro a la noche. Estoy asombrado. El mundo vuelve a mí. La tierra palpita y me convoca. He dicho el nombre de la amada. Eso basta para que el mundo regrese a la vida. He dicho el primer nombre de mi soledad y es nombre de mujer y es nombre que adoro. Digo y pienso todo esto y en mi cabeza se abren las puertas de una memoria de agua. Es una respuesta a la sequedad que me rodea. Huelo tierra seca. Pedregal. Mezquite. Biznaga. Sed. Huelo ausencia de lluvia, lejanía de tormenta. El nombre de Camelia es lo único que llueve. Camelia. Llueve sobre mi cabeza. Es flor, es gota, es oro. Acaricio ese nombre con mis ojos. Lo dejo rodar por mis párpados cerrados. Lo capturo entre los labios. Lo paladeo. Me lo trago. Camelia. Su nombre. Lo bendigo. Y lo maldigo. ¿Por qué los demás no fueron como ella? ¿Por qué fueron los demás desagradecidos, codiciosos, crueles? Detesto el nombre de Camelia porque le abre la puerta a los demás nombres que no quiero recordar. Siento vergüenza al pensar esto. No puedo rechazar el nombre de Camelia. Es como asesinarla y suicidarme todo al mismo tiempo. Entonces me doy cuenta de que el nombre de la mujer me impone un sacrificio. Me arranca de mí mismo. Hasta este momento en que dije el nombre "Camelia" yo sólo hablaba de mí mismo. No sé mi nombre y no me hace falta. Si hablo solo no me hace falta un nombre. Mi nombre es para los demás. Yo hablo con yo y no me hace falta nombrarme. Los demás son los demás. Yo no soy "Julio" ni "Héctor" ni "Jorge" ni "Carlos". Mi diálogo con Yo es interno, íntegro, sin separaciones. No cabe ni el más delgado bisturí entre las dos voces de ese yo que soy yo hablando con yo. Los demás son los demás. Salen sobrando. Son lo de más. Pero digo "Camelia" y Camelia me contesta. Ya no estoy hablando solo. Ya estás tú hablando conmigo. Y si tú hablas con yo, yo tengo que hablar con los otros. Tengo que nombrar a los demás. Nunca defendí a los de/más, sino a los demás. Ahora tengo que nombrarlo todo para poder nombrarla a ella. Me lo dice ella: Nombra a todos para que nombres a mí. La nombro: Camelia. La recuerdo: mi mujer. Y tengo que recordarlos a ellos: mis hijos. Mi resistencia a hacerlo es gigantesca. Es monstruosa. No quiero darles sus nombres. Quisiera quedarnos solos, Camelia y yo. ¿Para qué los tuvimos? ¿Para qué los bautizamos, los confirmamos, los celebramos, los besamos, los educamos con sacrificios? ¿Para que un día me dijeran: Por qué no fuiste como tu hermano nuestro tío? ¿Por qué tuviste que ser pobre y desgraciado? ¿Por qué te amolaste luchando por causas perdidas? ¿Cómo esperas que te respetemos? ¿Por qué tuviste que ser pobre y desgraciado? Pochos, les dije, descastados. No se pongan del lado del enemigo. Se rieron de mí. Si del otro lado es peor, México es el lugar enemigo. Del lado mexicano hay más injusticia, más corrupción, más mentira, más pobreza. Da gracias de que somos gringos. Eso dijo mi hijo que es más duro y amargado. Mi hija, ella trató de ser más suave. Para donde mires, papá, de este lado de la frontera o del otro, hay injusticia y tú no la vas a arreglar. Tampoco nos vas a obligar a seguir tu camino. Viejo terco. Viejo pendejo. Con razón dicen aquí en la escuela gringa que nace un pendejo por minuto. No te pusimos una pistola en la cabeza para que nos tuvieras y nos educaras. No te debemos nada. Eres un lastre. Si por lo menos fueras políticamente correcto. Nos avergüenzas. Un comunista. Un mexicano. Un agitador. No nos diste nada. Estabas obligado. Los padres sólo sirven para dar. En cambio tú nos quitaste mucho. Nos obligaste a justificarnos, a negarte, afirmar todo lo que tú no eres para ser nosotros. Ser alguien. Ser del otro lado. No te escandalices. No pongas esa cara. Si creces en la frontera tienes que escoger: de este lado o del otro. Nosotros escogimos el Norte. No somos pendejos como tú. Nos adaptamos. ¿Prefieres que nos amolemos como tú? Jodiste a nuestra madre. Pero no nos vas a joder a nosotros. Viejo rabioso. Viejo corajudo. ¿Ya se te olvidó tu propia violencia? Tu rabia descomunal, tus corajes colosales. Cómo te fuiste apagando, desarmado ante el simple hecho de la juventud. Si son jóvenes se les perdona todo. Si son jóvenes se les adula. Si son jóvenes siempre tienen la razón. Me siento rodeado de un mundo, Norte y Sur, de ambos lados, que venera a los jóvenes. Por mis ojos pasan ahora anuncios, imágenes, solicitudes, tentaciones, aparadores, revistas, televisiones, todo anunciando jóvenes, seduciendo jóvenes, prolongando juventudes, despreciando ancianidades, descartando viejos, hasta que la edad aparece como un crimen, una enfermedad, una miseria que te cancela como ser humano. Levanto rápidamente un parapeto entre esta avalancha de luces deslumbrantes, ciegas, multicolores, fraccionadas, ovuladas, errantes. Cierro los ojos. Duplico la noche. La pueblo de fantasmas. Regreso a tientas a la tierra. Ella es como mi mirada ciega. Ella es negra. Esta vez la parte oscura del mundo que llamamos tierra me recibe. Está llena de otro tipo de luz. Hay un viejo en medio de la luz. Está descalzo. Viste ropa campesina. Pero trae puesto un chaleco. En el chaleco luce una leontina. Me acerco a él. Me hinco. Le beso la mano. Él me acaricia la cabeza. Habla. Lo oigo con atención y respeto. Cuenta las historias más antiguas. Cuenta cómo empezó todo. Dice que siempre hubo dos dioses que crearon al mundo. Uno hablaba. El otro no. El que no hablaba creó todas las cosas mudas de la tierra. El que hablaba creó a los hombres. No nos parecemos al primer dios. No podemos entenderlo. Él es todo lo que nosotros no somos, dice el viejo que me acaricia la cabeza y que es mi padre. Dios sólo es lo que no somos nosotros. Lo veneramos y sabemos lo que es sólo porque no es lo que somos tú y yo. Quiero decirte que gracias a él sólo sabemos lo que él no es. Pero el segundo dios se expone a ser como nosotros. Nos da el habla. Nos da los nombres. Se arriesga a hablar y a escuchar. Podemos contestarle. No lo veneramos tanto, pero lo amamos más. Nombra y habla, hijo, tú también debes hablar y nombrar. Venera al dios creador pero habla con el dios redentor. No te encierres en ti. La perfección no es la soledad. La imperfección es la comunidad, pero también es la perfección posible. El viejo que era mi padre me daba a masticar un poco de peyote amargo y me pedía una cosa. Habla, nombra, exponte. Sé como el dios que nos dio la lengua. No como el dios que nos dejó mudos. Mudo como yo en este instante, padre, trato de responderle. Pero mi padre ya se ha ido, sonriendo, con una mano en alto, diciendo adiós. Se ha ido muy lejos. Es de otro tiempo que no tiene nada que ver con el mío. Un tiempo sin la ambición de ser distintos. Un tiempo de brasero y comal. Tiempo de humo, de madrugadas prontas y noches vigiladas. Tiempo de máscaras, de dobles, de ánimas. Tiempo del nahual. Tiempo en que las vidas eran idénticas al nopal y el mezquite. Qué distinto de mi propio tiempo de aprender a leer y escribir, tomar medicinas, recibir la tierra, dejar el huizache por el pavimento, mirarse en los aparadores, comprar periódicos, saber quién era el presidente, meterse en la cabeza los artículos de la constitución. Y qué diferente del tiempo de mis hijos, refrigeradores y televisiones, el día sin naturaleza, la noche iluminada, la comida preparada sin manos, la envidia del bien ajeno, las ganas de creer en algo y no encontrar nada, las ganas de saberlo todo para acabar sabiéndolo todo de nada, convencidos de saberlo todo, alarmados por lo que puede saber un pie desnudo, ignorante. Con razón son tan distintos. Pero yo quise a mi padre, lo respeté y a pesar de todo traté de encontrar a su dios redentor, hablador, lenguaraz. Pero ahora me encuentro igual que el dios mudo. Abandonado y solitario como él, sin nombre, padre. Te beso las manos, muchas, muchas veces. No quiero dejar de hacerlo nunca. Quiero amar. Quiero venerar. No quiero hablar. No quiero recordar. Y entiendo que me han dejado aquí, abandonado, anónimo, desafiándome a que recuerde quién soy. Si no lo sé yo, ¿cómo van a saberlo los demás? Mi padre me pidió: Recuerda y nombra. ¿Cómo voy a hablar si no puedo? Me quedé sin lengua. El ataque me dejó mudo y paralítico. Apenas puedo mover una mano, un brazo. Ya está: no hablo pero recuerdo, trato desesperadamente de suplir el habla con la memoria. ¿No sabe mi padre lo que me ha pasado? ¿Cómo se le ocurre pedirme: Habla, nombra, comunica? Viejo idiota, ¿qué no tiene ojos para ver que soy una ruina, más viejo que él mismo cuando murió? Me muerdo la lengua. Yo soy un hombre respetuoso. Yo creo en el valor del respeto a los viejos. No como mis hijos. ¿O es ley de la vida despreciar así sea secretamente a los viejos? El ruco, los oíste decir. La momia. El cachivache. Matusalén. Vejestorio inútil, carga, no nos hereda nada, nos obliga a ganarnos la vida duramente y encima quiere que lo sigamos manteniendo. ¿Quién tiene tiempo o paciencia de bañarlo, vestirlo, desvestirlo, acostarlo, levantarlo, ponerlo frente a la televisión todo el día a ver si de casualidad se divierte y aprende algo, nomás para que mire para otro lado, nos siga con la mirada como si la televisión fuéramos nosotros, lo vivo, lo próximo, lo inaguantable? ¿Por qué no fue como su hermano nuestro tío? Veinte años menor que él, el hermano menor entendió todo lo que nuestro padre ignoró o despreció. La pobreza no se reparte. Primero hay que crear riqueza. Pero la riqueza desciende poco a poco como gotitas. Eso es seguro. Tengan paciencia. Pero la igualdad es un sueño. Siempre habrá idiotas e inteligentes. Siempre habrá fuertes y débiles. ¿Quién se come a quién? La riqueza bien habida no tiene por qué distribuirse entre los holgazanes. El que es pobre es por su gusto. No hay clases dominantes. Hay individuos superiores. Ahora me río secretamente de mis hijos. Cuando fueron a pedirle a mi hermano menor que los ayudara, él les dijo lo mismo que ellos le dicen al mundo y a mí. Mi riqueza la hice con mi esfuerzo. No tengo por qué mantener a una familia de vagos e ineptos. De tal palo tal astilla. Son ustedes dignos hijos de mi hermano. Quieren vivir de caridad. Por su propio bien se los digo, válganse por sí mismos. No esperen nada de mí. De mar a mar. Del Pacífico al Golfo. De Tijuana a Matamoros. Una parte muerta de mi cerebro regresa como quería mi viejo padre, cargada de nombres. A lo largo de la frontera oigo el nombre de mi poderoso hermano. Pero su nombre verdadero es Contratos. Su nombre es Contrabando. Su nombre es Bolsa de Valores. Carreteras. Maquilas. Burdeles. Bares. Periódicos. Televisión. Narco-Dólares. Y un desigual combate con un hermano pobre. Una lucha entre hermanos por el destino de nuestros hermanos. Hermanos Anónimos. ¿Cómo me llamo yo? ¿Cómo se llama mi hermano? No puedo contestar mientras no sepa cómo se llaman todos y cada uno de mis hermanos anónimos. ¿Por qué cruzan la frontera? Para todo tenemos argumentos distintos. Él: Los gringos tienen derecho a defender sus fronteras. Yo: No se puede hablar de mercado libre y luego cerrarle la frontera al trabajador que acude a la demanda. Él: Son delincuentes. Yo: Son trabajadores. Él: Vienen a una tierra extraña, deben respetarla. Yo: Regresan a su propia tierra; nosotros estuvimos antes aquí. No son criminales. Son trabajadores. Oye Pancho, quiero que trabajes para mí. Ven aquí. Te necesito. Oye Pancho, ya no te necesito. Lárgate. Acabo de denunciarte a la Migra. Yo nunca te contraté. Cuando te necesito te contrato Pancho, cuando me sobras te denuncio Pancho. Te golpeo. Te cazo como conejo. Te embarro de pintura para que todos lo sepan: eres ilegal. Mis muchachos van a organizar jaurías de caníbales blancos para asesinarte indocumentado mexicano salvadoreño guatemalteco. No, yo grito que no, no se puede hacer todo esto y hablar de justicia. Por eso luché toda mi vida. Contra mi hermano. Para mis hermanos. Y contra nosotros, me reclamaron mis hijos. Contra nuestro bienestar, nuestra asimilación al progreso, a la oportunidad, al Norte. Contra nuestro propio tío que no pudo protegernos. Tú lo impediste. Te condenaste y nos condenaste. ¿Por qué vamos a agradecerte nada? Nuestra pobre madre era una santa. Te lo aguantó todo. Nosotros no tenemos por qué. No nos diste más que amargura. Te pagamos con la misma moneda. Tullido. Hemipléjico. ¿Con quién vas a vivir? ¿A quién vas a amolar y desesperar ahora? ¿Quién te va a levantar, acostar, asear, vestir, desvestir, darte cucharadas, pasearte en silla de ruedas, sacarte al sol para que no te seques en vida? ¿Quién te va a limpiar los mocos, cepillarte la dentadura, oler tus gases, cortarte las uñas, asearte el culo, sacarte la cera de las orejas, rasurarte, peinarte, echarte desodorante, ponerte el babero para comer, recogerte las babas, quién? ¿Quién tiene tiempo voluntad dinero para ayudarte? ¿Yo tu hijo que debo cruzar todos los días la frontera de madrugada para trabajar del otro lado como dependiente de un Woolworths? ¿Yo tu hija que ha conseguido chamba de supervisora en una maquiladora de acá de este lado? ¿Tu nieto que ni te recuerda, y prepara burritos en un restorán mexicano del lado gringo? ¿Tu nieta que también trabaja en la maquila? ¿Crees que no ven a tu hermano en los periódicos, diciendo, haciendo, viajando, acompañado de hombres ricos, de viejas cueros? ¿Nuestros hijos tus nietos que a duras penas pasan el high school en el lado americano y sólo quieren gozar de la música la ropa los coches la envidia universal que tú les heredaste por tu incapacidad tu generosidad para con todos menos los tuyos? Me suenan estas frases en la cabeza. Me retumban como piedras sueltas en un río rápido y turbio. Quisiera que el río se calmara al entrar al mar. En cambio, se estrella contra la barra de su propio desperdicio. Acumula sedimento, basura, barro. Barro eres y en barro te convertirás. Barro. Barroso. Mi hermano de barro Leonardo. Leonardo Barroso. Mi nombre. Yo mismo. No lo tengo. Me lo arrancaron. Ni a un hospital pueden meterme. Ni a un asilo. Mi nombre está en las listas negras. Acá y allá. Me despojaron de todo derecho. Agitador. Comunista. Prohibido el paso. Ni la caridad le toca a este alborotador. Que lo cuiden los suyos. Me arrancaron las etiquetas. Me pusieron un pañal. Me sentaron en la silla. Me abandonaron en la raya. La raya del olvido. El lugar donde no sé mi nombre. El lugar donde estoy no estoy. La zona intermedia, indecisa, entre mi vida y mi muerte. Lo sentimos, aquí no lo admitimos. Aquí tampoco. Ustedes comprenden. Se le hicieron procesos. No es confiable. Está marcado. Tiene un pésimo historial político. No es leal. Ni acá ni allá. Es un rojo. A ver, que lo cuide el pueblo. Que lo cuiden los rusos. Que no comprometa a nuestros obreros. Ni aquí ni allá. Libertad sí. Comunismo no. Democracia a ver. Me hubieran matado. Más les hubiera valido. Cobardes. Me han abandonado al azar. A los elementos. Al anonimato. Los oí: Si lo abandonamos sin nombre lo recogerán y le tendrán pena. Su nombre es maldito. Nos tiñe a todos. Es nuestra estrella amarilla. La cruz de nuestro calvario. Le hacemos un favor. Si nadie sabe quién es, le tendrán compasión. Lo recogerán. Le darán los cuidados que nosotros ni podemos ni queremos. Que otros carguen con él. Hipócritas. Hijos de puta. No, eso no. Son hijos de Camelia. Era una santa. Pero se puede ser hijos de una santa y ser unos desgraciados. Hijos de la desgracia, eso sí. ¿Qué puede pasar por unas cabezas que le hacen esto a un viejo su padre? ¿Qué anda mal en el mundo? ¿Qué se ha descompuesto? Nada, me digo. Todo sigue igual. La ingratitud y la rabia no son de hoy. Hay muchas maneras de abandono. Hay muchos huérfanos. Jóvenes y viejos. Niños y hasta muertos. Quisiera preguntarle a Camelia, a ver si ella sí se acuerda. ¿Qué le hicimos a nuestros hijos para que me trataran así? Debe haber algo olvidado. Algo que ni ellos mismos recuerdan. Algo tan enterrado en la sangre que ni ellos ni yo sabemos ya qué cosa es. Un miedo quizás. Quizás ni el hospital ni el asilo ni el sindicato me darían con la puerta en las narices. Quizás es el puro gusto de mis hijos. Encuentran pretextos. Quieren hacer lo que han hecho. Les satisface. Les da risa, se vengan, sienten las cosquillas del peor de todos los males. El mal gratuito que porque no tiene precio nos hace cirquito de gusto en la panza. Soy un huérfano más. El huérfano del mal. El huérfano de mis propios hijos que acaso sólo son comodines y no perversos. Indiferentes y no precisamente crueles. Yo ya no puedo hacer nada. Ni hablar. Ni moverme. Apenas puedo ver. Pero empieza a clarear. La noche era más generosa que el día. Se dejaba mirar. El amanecer me ciega. Pienso en huérfanos. Jóvenes y viejos. Niños y hasta muertos. Los oigo. Su rumor me alcanza. Rumor de pies. Unos descalzos. Fuertes otros, taconeados, con botas. Otros más arrastran las uñas. Otros son silenciados por las suelas de goma. Otros se confunden con la tierra. Paso de huarache. Paso sin huaraches. Ay Chihuahua cuánto apache cuánto indio sin huarache. No des paso sin huarache decía mi padre. Oigo los pasos y tengo miedo. Voy a rezar otra vez, aunque me orine. Bendita sea el alma y el Señor que nos la manda. Bendito sea el día y el Señor que nos lo envía. Amanece. Amanece con siluetas que yo miro desde mi silla. Postes y cables. Alambradas. Pavimentos. Muladares. Techos de lámina. Casas de cartón prendidas en los cerros. Antenas de televisión arañando las barrancas. Basureros. Infinitos basureros. Latifundios de la basura. Perros. Que no se me acerquen. Y rumor de pies. Veloces. Cruzando la frontera. Abandonando la tierra. Buscando el mundo. Tierra y mundo, siempre. No tenemos otro hogar. Y yo sentado inmóvil, abandonado, en la raya del olvido. ¿A qué país pertenezco? ¿A qué memoria? ¿A qué sangre? Oigo los pasos que me rodean. Me imagino al cabo que ellos me miran y al mirarme me inventan. Yo ya no puedo hacer nada. Dependo de ellos, los que corren de una frontera a la siguiente. Los que defendí toda mi vida. Con éxito. Con fracaso. Inseparables. Ellos deben mirarme ahora para crearme con sus miradas. Si ellos dejan de mirarme me volveré invisible. No me queda más que ellos. Pero ellos también me dicen que yo no los miro porque no los nombro. Ya se los dije. No puedo saber el nombre de millones de mujeres y hombres. Ellos me responden mientras pasan fugitivos veloces: Di el nombre del último nombre. Llama con amor a la última mujer. Ése será el nombre de todos. Un solo hombre, una sola mujer, son todos los hombres y todas las mujeres. Renace el día. ¿Traerá mi propio nombre entre sus promesas? He hablado conmigo toda la noche. ¿Es éste el estado perfecto de la verdad, de la comprensión? ¿El hombre solo que sólo habla con él mismo? La noche me reconfortó haciéndome creerlo. De día, ruego que venga otro y me diga algo. Lo que sea. Que me ayude. Que me insulte pero que me nombre. Nombre de barro. Alma de barro. Barroso. Camelia mi mujer. Leonardo mi hermano. He olvidado los nombres de mis hijos y mis nietos. Ignoro el nombre del último nombre que nombra a todos los hombres. Ignoro el nombre de la última mujer que ama en nombre de todas las mujeres. Y sin embargo sé que en este nombre final de un hombre final y en este cariño último de la última mujer está el secreto de todas las cosas. No es el nombre final. No es el hombre final. No es la última mujer y su calor. Es sólo el último ser que pasa la frontera, después del que le precedió pero antes del que lo va a seguir. Sale el sol y miro el movimiento en la frontera. Todos cruzan la raya donde yo estoy detenido. Corren, temerosos unos, alegres otros. Pero no comienzan ni terminan nunca. Sus cuerpos siguen o preceden. Sus palabras también. Confusas. Ilegibles. ¿Es esto lo que me quieren decir? ¿No hay principio ni fin? ¿Esto me están diciendo al no mirarme ni hablarme ni hacerme caso? ¿No te preocupes? ¿Nada empieza, nada acaba? ¿Esto me están diciendo? ¿Te reconocemos al no distinguirte, fijarnos en ti, dirigirte la palabra? ¿Te sientes excepcional, sentado allí, paralítico y mudo, sin etiquetas que te identifiquen, con un pañal y una bragueta abierta? Pues eres igual a nosotros. Te hacemos parte de nosotros. Uno como nosotros. Nuestro origen interminable. Nuestro interminable destino. ¿Son éstas las palabras de la libertad? ¿Y qué libertad es esta? ¿Me la agradecen? ¿Reconocen que los ayudé a obtenerla? ¿Cuál libertad es esta? ¿Es la libertad de luchar por la libertad? ¿Aunque nunca se obtenga? ¿Aunque se fracase? ¿Es ésa la lección de estos hombres y mujeres que corren aprovechando la primera luz para cruzar la raya del olvido? ¿Qué olvidan? ¿Qué recuerdan? ¿Qué nueva mezcla de olvido y recuerdo les espera del otro lado de la raya? Estoy entre la tierra y el mundo. ¿A cuál he pertenecido más cuando viví? ¿A cuál, al morir? Mi vida. Mi combate. Mi convicción. Mi mujer. Mis hijos. Mi hermano. Mis hermanos y hermanas que cruzan la raya aunque los maten y los humillen. Denle un nombre al que quiso darles un nombre. Denle una palabra al que habló para defenderlos. No me abandonen también. No me eviten. Aún soy inevitable. A pesar de todo. En eso me parezco a la muerte. Soy inevitable. En eso soy también como la vida. Soy posible sólo porque voy a morir. Sería imposible si fuera mortal. Mi muerte será la garantía de mi vida, su horizonte, su posibilidad, la muerte ya es mi país. ¿Qué país? ¿Qué memoria? ¿Qué sangre? La tierra oscura y el mundo que amanece se mezclan en mi alma para hacer estas preguntas, mezclarlas, soldarlas a mi ser más íntimo, A lo que yo soy, fueron mis padres o serán mis hijos. Corren los pies cruzando la raya. No hay motivo para temer su rumor. ¿Qué llevan, qué traen? No sé. Lo importante es que lleven y traigan. Que mezclen. Que cambien. Que no se detenga el movimiento del mundo. Se los dice un viejo mudo e inmóvil. Pero no ciego. Que mezclen. Que cambien. Eso es lo que defendí. El derecho a cambiar. La gloria de saberse vivo, inteligente, enérgico, dador y recibidor, recipiente humano de lenguas, de sangres, de memorias, de canciones, de olvidos, de cosas a veces evitables y otras inevitables, de rencores fatales, de esperanzas que renacen, de injusticias que deben corregirse, de trabajo que debe remunerarse, de dignidad que debe respetarse, de tierra oscura acá y allá, ese mundo creado por nosotros y por nadie más, ¿acá o allá? No quiero odiar. Pero sí quiero luchar. Aunque esté inmóvil sobre una silla mudo y sin señas de identidad. Quiero ser. Dios mío, quiero Ser. ¿Quién seré? Como un chorro entran a mi mirada a mis ojos a mi lengua sus nombres, cruzando todas las fronteras del mundo, rompiendo el cristal que los separa. Del sol y la luna vienen, de la noche y el día.

 

Levanto con trabajo la cara para ver de cara al sol. Lo que cae sobre mi frente es una gota. Y luego otra. Cada vez más recio. Un aguacero. Una lluvia ruda aquí donde nunca llueve. Los pies se apresuran. Las voces se levantan. El día que yo esperaba luminoso se vuelve turbio. Los hombres y las mujeres corren, se tapan las cabezas con periódicos, rebozos, suéteres, chamarras. La lluvia tamborilea sobre los techos de lámina. La lluvia infla las montañas de basura. La lluvia rueda por los cerros, lavándolos, por los cañones, deslavándolos, arrastrando lo que encuentra, una llanta, un zaguán, un cacharro, una envoltura de celofán, un calcetín viejo, un lodazal repentino, una casa de cartón, una antena de televisión. El mundo aparece arrastrado por el agua, inundado, sin pareja, divorciado de la tierra... Creo que nos vamos a ahogar. Creo que es el diluvio otra vez. La lluvia incesante borra la raya donde estoy detenido. Los pies veloces dejan huellas sobre el pavimento como si fuera de arena. Ellos se acercan. Oigo el ulular de sirenas. Oigo las voces altas, asombradas, bajo la lluvia. Los pasos mojados, veloces. Las manos que me esculcan. Las luces de las ambulancias, indagantes, inciertas, girando, errando, pescando, pesquisando... Un viejo dicen. Un viejo inmóvil. Un viejo que no habla. Un viejo con la bragueta abierta. Un viejo con un pañal meado. Un viejo con ropa muy vieja y muy mojada. Un viejo con zapatos fuertes, de esos que dejan huella en las banquetas, como si los pavimentos fueran la playa. Un viejo con las etiquetas de la ropa arrancadas. Un viejo sin cartera. Un viejo sin papeles: pasaporte, tarjetas de crédito, cartilla de elector, seguridad social, calendario para el año nuevo, mica verde de las fronteras. Un viejo sin plástico. Un viejo con la nuca tiesa. Un viejo con los ojos limpios, abiertos al cielo, lavados por la lluvia. Un viejo con las orejas paradas, con los lóbulos goteando lluvia. Un viejo abandonado. ¿Quién pudo hacerle esto? ¿No tiene hijos, parientes? De plano son chingaderas. ¿A dónde lo vamos a llevar? Le va a dar pulmonía. Métanlo rápido en la ambulancia. Es un viejo. A ver si averiguamos quién es. Quiénes habrán sido los desgraciados. Un viejo. Un viejo bueno. Un viejo que se resiste a morir. Un viejo llamado Emiliano Barroso. Qué lástima que ya nunca podré repetirlo. Qué bueno que por fin he podido recordarlo. Soy yo.

 

 (Alfaguara)

 

 

 

-Resume la acción del relato y sus ideas principales.

Señala la función del narrador.

¿En qué vertiente de la nueva narrativa situarías este cuento de Carlos Fuentes?

 

 

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La narrativa hispanoamericana de la revolucion mexicana resumen

Gabriel García Márquez

La concesión en 1982 del Premio Nóbel al colombiano Gabriel García Márquez (1928), además de refrendar la dimensión internacional de la novela hispanoamericana, coronó una trayectoria narrativa aún hoy en marcha, pero que tuvo su hito fundamental en Cien años de soledad (1967), uno de los libros indispensables de la lengua española.

 

Cien años de soledad cuenta la peripecia de la familia Buendía a lo largo de un siglo (siete generaciones), desde que los patriarcas fundaron Macondo, hasta que la ciudad resulta arrasada por un cataclismo. A lo largo de sus páginas se suceden acontecimientos variados y simbólicos inspirados en algunos mitos bíblicos; sobreviene la prosperidad y el declive familiar; pero sobre todo la novela se convierte paulatinamente en el relato de la soledad radical en la que viven y mueren los Buendía, cualquiera que sea la actividad primordial de su existencia. El texto pertenece al capítulo VII de la novela, donde se narra la muerte de José Arcadio Buendía, el primogénito de los fundadores de Macondo.

 

Una tarde de septiembre, ante la amenaza de una tormenta, regresó a casa más temprano que de costumbre. Saludó a Rebeca en el comedor, amarró los perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para salarlos más tarde y fue al dormitorio a cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando su marido entró en el dormitorio ella se encerró en el baño y no se dio cuenta de nada. Era una versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y nadie pudo concebir un motivo para que Rebeca asesinara al hombre que la había hecho feliz. Ése fue tal vez el único misterio que nunca se esclareció en Macondo. Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó en la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en su curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha, otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió en el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.

            -¡Ave María Purísima! -gritó Úrsula.

            Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de su origen atravesó el granero, pasó por el corredor de las begonias donde Aureliano José cantaba tres y tres son seis y tres son nueve, y atravesó el comedor y las salas y siguió en línea recta por la calle y dobló luego a la derecha y después a la izquierda hasta la Calle de los Turcos, sin recordar que todavía llevaba puestos el delantal de hornear y las babuchas caseras, y salió a la plaza y se metió por la puerta de una casa donde no había estado nunca, y empujó la puerta del dormitorio y casi se ahogó con el olor a pólvora quemada, y encontró a José Arcadio tirado boca abajo en el suelo sobre las polainas que se acababa de quitar, y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había dejado de fluir de su oído derecho. No encontraron ninguna herida en su cuerpo ni pudieron localizar el arma. Tampoco fue posible quitar el penetrante olor a pólvora del cadáver. Primero lo lavaron tres veces con jabón y estropajo, después lo frotaron con sal y vinagre, luego con ceniza y limón, y por último lo metieron en un tonel de lejía y lo dejaron reposar seis horas. Tanto lo restregaron que los arabescos del tatuaje empezaban a decolorarse. Cuando concibieron el recurso desesperado de sazonarlo con pimienta y comino y hojas de laurel y hervirlo un día entero a fuego lento, ya había empezado a descomponerse y tuvieron que enterrarlo a las volandas. Lo encerraron herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de largo y un metro y diez centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado con pernos de acero, y aún así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro. El padre Nicanor, con el hígado hinchado y tenso como un tambor, le echó la bendición desde la cama. Aunque en los meses siguientes reforzaron la tumba con muros superpuestos y echaron entre ellos ceniza apelmazada, aserrín y cal viva, el cementerio siguió oliendo a pólvora hasta muchos años después, cuando los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón.

 

Leamos ahora el impresionante final de la novela:

 

Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco, que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sen­dero de piedras del jardín. Aureliano no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas de Melquíades, y vio el epígrafe de los pergaminos perfec­tamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres: El primero de la estirpe está amarrado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.

Fascinado por el hallazgo. Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de los gemelos póstumos que renunciaban a los perga­minos, no sólo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen. Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anterio­res a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba con rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclópea arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana sino su tía, y que Francis Drake había asaltado Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitoló­gico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remo­lino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si estuviera viendo en un espejo hablado. En­tonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

 

(Real Academia Española)

 

El otoño del patriarca (1975)

 

...había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que reclutaban por la fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso con gritos de júbilo y letreros venales de vida eterna al magnífico que es más antiguo que su edad, pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad: había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se convenció en el reguero de hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser el dueño de todo su poder, que estaba condenado a no conocer la vida sino por el revés, condenado a descifrar las costuras y a corregir los hilos de la trama y los nudos de la urdimbre del gobelino de ilusiones de la realidad sin sospechar ni siquiera demasiado tarde que la única vida vivible era la de mostrar, la que nosotros veíamos de este lado que no era el suyo: mi general, este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas amarillas de nuestros incontables años de infortunio y nuestros instantes inasibles de felicidad, donde el amor estaba contaminado por los gérmenes de la muerte pero era todo el amor, mi general, donde usted mismo era apenas una visión incierta de unos ojos de lástima a través de los visillos polvorientos de la ventanillas de un tren, era apenas el temblor de unos labios taciturnos, el adiós fugitivo de un guante de raso de la mano de nadie de un anciano sin destino que nunca supimos quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un infundio de la imaginación, un tirano de burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta vida que amábamos con una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y efímera pero que no había otra, general, porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas de la verdad del olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echábanla las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado.

 

(Mondadori)

 

 

 

-Resume con tus propias palabras lo que sucede en ambos episodios.

-Comenta brevemente cómo aparecen la soledad y la muerte.

-Identifica cada una de las tres partes en las que se articula el primer texto.

-Señala cómo se manifiesta el realismo mágico en los fragmentos.

-Analiza los procedimientos lingüísticos que sirven para acelerar el ritmo de la acción.

-Localiza y subraya ejemplos de asíndeton y polisíndeton en el texto y su valor expresivo.

-¿Qué actitud manifiesta el narrador hacia el protagonista del El otoño del patriarca?

 

 

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La narrativa hispanoamericana de la revolucion mexicana resumen

Guillermo Cabrera Infante

La creación literaria de Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) está marcada por la nostalgia de Cuba, de donde tuvo que partir para el exilio en 1965 por discrepar abiertamente con la revolución a la que había apoyado en sus inicios. Así, con un lenguaje pleno de originalidad, Tres tristes tigres (1970) trata de reconstruir el ambiente festivo de La Habana en 1959, cuando ya nada queda de aquello; La Habana para un infante difunto (1979) es una divertida autobiografía erótica del joven que acaba de llegar a la capital caribeña. Por su parte Vista del amanecer en el trópico (1974) recurre al tono elegiaco y a la pluralidad de voces para llevar a cabo un sorprendente recorrido por la historia del la isla  -desde el descubrimiento hasta el régimen revolucionario- a base de un centenar de viñetas, de extensión variable. Vamos a leer una de las últimas:

 

Yo no puedo escribir... qué va, si estoy deshecha. Más adelante. Le dices que hay que soportar esta pena, pero que lo que le han hecho no tiene nombre. Óyeme... y fuimos al cementerio anteayer y nos corrieron atrás perseguidoras y todo, y fuimos decentemente, y nos salieron al paso cerca de trescientas milicianas y doscientas perseguidoras -le tienen miedo hasta después de muerto, hijita. Se lo dices al mundo libre, si es que existe algo... ¡porque no existe nada! Fíjate bien... porque yo llamé y les dije que mi hijo se me estaba muriendo por la Patria, icono! ¿Dónde están los derechos humanos? ¡Eso es lo más grande que hay! Tú sabes lo que es que me lo entierren y a los tres días me lo vienen a avisar.... no chica, no... no... no... ¡No! ¡No! ¡no! ¡Eso no tiene nombre ¡Por salvar a mi hijo estuve doce años luchando para que se me muera como un perro, que no sabía ni dónde estaba... si no me querían decir ni dónde estaba, chica, dónde estaba enterrado. Estu­ve presa para que lo sepas... ocho horas, cuando me dije­ron: Su hijo está muerto, ya lo hemos enterrado, y estuve presa, me tuvieron ahí... me hicieron atrocidades, cono. Ésta es la vida... ésta es la libertad en este país... ¡que no hubiera ni una voz que se levantara ni dijera nada!, no hubo una voz que dijera algo, para que le dieran asistencia médica, cono, que no se le puede negar a ninguno... ¡Ah, se sabía todo!... ¡Pero no se haría nada! Hasta el Papa... ¿de qué me ha valido a mí ser tan católica?... Y tener un hijo de una dignidad tan grande como ése, porque no hay un cubano, la verdad, no es por nada, pero es la verdad, que se ha inmolado por este pueblo tan... Lo que han hecho no tiene nombre... Tú sabes lo que es, después que me lo encierran, me dieron veinte vueltas para decírmelo. ¡Yo no pensaba que fueran tan cobardes!... porque éstos son cobardes!... Esto es lo más cobarde que hay... Tú sabes que anteayer fuimos doce mujeres a llevarles unas coronas... y nos salían detrás de las tumbas mis de trescientas turbas, nos salieron allí... para que tú sepas lo que es una madre desesperada como yo, sola en este mundo, cono, que no me escucha nadie... me cansaba de llamarles y decirles a la humanidad: ¡Por Humanidad, hagan algo!... Pero nadie... ¿Dónde?... ¿Allá o aquí? Porque me decían a mí no tiene asistencia médica... Y yo subía esas escaleras del Castillo del Príncipe ya que era una perra. Cono, eso no se le hace a nadie... He estado hasta presa... Me han traído tres médicos después que mataron a mi hijo... porque eso fue terrible lo que yo he pasado con eso... ¡Me han dado hasta golpes, coño! Que las penas nuestras no tienen nombre... ¡Que él ha sido todo un hombre! Ay, yo creo que ahí no se hizo nada por mi hijo... ¡Cuarenta y cinco días sin asistencia médica! Quemaron los colchones, quemaron las camas, quemaron todo pidiendo auxilio sus compañeros presos, cono, y nadie les prestó auxilio... ¡Ah!... Lo saben, ¿no?... ¿Qué grandes organizaciones, la Cruz Roja?... Pero, ¿hicieron algo? ¡Murió como todo un hombre! ¡Murió por Cuba! ¡Murió por sus compañeros presos!... Que nadie hace por ellos casi nada... porque esto es lo más grande que he perdido yo... que se le hagan misas... que se lo hagan saber al mundo lo que es esto... ¿Tú sabes lo que es no entregar­le a una madre un cadáver?... Tú sabes lo que es no saber cómo murió... Tú sabes cómo persiguen. Fui a llevarle unas flores... Al hacerlo me salieron como doscientas muje­res de turba. Sin hacer nada. Sin moverse nada. Vinieron aquí a requerir, los tuve que botar de esta casa... Estoy pidiéndome paredón yo, que me den paredón. ¡Han mata­do a mi hijo! Óyeme, me lo han llevado... me lo han matado... me lo han matado ellos... Ay, ese hombre dio un ejemplo al mundo. Y yo no sé ni cómo murió mi hijo.... Tú sabes lo que es, ayer, anteayer fuimos doce mujeres, tristes mujeres, familiares de presos... Porque ellos no lo dieron por miedo, porque tenían miedo a que se fuera a levantar el pueblo. No lo dieron por miedo, por­que le tuvieron miedo hasta después de muerto. Porque quiero que lo sepas... La orden era de arriba... La orden era que había que eliminarlo. ¡No hay nada que hacer! ¡No hay nada que hacer! Tienen que hablar, tienen que hacerle ver a esos Derechos Humanos que todavía quedan muchos presos que están tapiados, que hay que ver lo que se hace por ellos, cono... ¡Porque se están muriendo, cono! ¡Porque se están muriendo, cono! Hay que moverse para eso, sabes, porque aquí hay muchos... ¡Yo voy a seguir luchando! Porque esos presos eran sus hermanos... Lo agradezco mucho pero que hagan por los demás que que­dan, porque él murió por sus hermanos presos... Los De­rechos Humanos... Esa Cruz Roja Internacional... Esa O.E.A.… Esas figuras decorativas... ¡Mientras que estos infelices se están muriendo en las cárceles, cono! ¡Hay que ver a ese Boniato cómo está!... Hay que ver cómo salían de ese Boniato. Porque yo me enfermaba cada vez  que veía salir a uno de ellos... Y he de estar aquí, no me moveré de aquí porque ellos están luchando igual que mi hijo... No, mi hijo no me necesita. Que se alegre no haber estado aquí porque ya hubiera estado preso... No, no, qué va, si no me dan la llamada... Si ya no sé cómo tú la cogiste. Hasta ahora no han dado la voz de que ha muerto y ya lleva ocho días... Dile que se ha muerto como un macho... porque ha muerto por sus hermanos que están presos y ha muerto por esta Cuba, ¡coño! Sí... ve a la misa... den misa y sigan hablando y sigan hablando y sigan luchando por los que quedan, porque aquí hay miles todavía presos... Ahora lo suavizan un poco porque ha muerto todo un hombre, pero dentro de poco les vuelven a echar mano otra vez. Se están muriendo tapiados en Boniato, cono, sin que se haga nada por ellos. Nada... Óyeme y aquí estaré yo al pie con ellos para morirme aquí junto con ellos y poderme encontrar con mi hijo... Lo que tengo aquí algunas personas que vienen, porque no hacen más que estar vigilando y chivando y cuando no es una perseguidora es otra cosa. Esa noche vinieron más de ocho perseguidoras sin tener a mi hijo a mi lado... Al otro día me avisaron que mi hijo estaba muerto, cono. Qué va a hacerse si ése es el asesino más grande que ha dado Cuba. Le dices que me moriré aquí... Junto a los presos... Cuando me dijeron Pedro Luis Roitel está enterrado, ya está enterrado... Decirle eso a una madre... Y me cogieron presa y me metían golpes ahí y todo… No... No... ¡No, fíjate que ellos mismos confiesan que han cometido el error más grande de su vida! ¡Pero él ha muerto! ¡Pero él ha muerto ya! Sus compañeros de celda quemaron colchones, desbarataron las camas y todo protestando para que le dieran, para que le dieran asistencia médica, coño...

(Aquí cortan la conversación.)

 

(Plaza & Janés)

 

La Habana para un infante difunto

           

Claro que yo quería tomar café, siempre quiero tomar café, no tomo más que café, pero ahora me estaba riendo, sonriendo, mirando a Julieta, que parecía casi estar jugando a las casitas, de ama de casa ella que era evidente que no había nacido para serlo, innata innamorata: Laura de todos los sonetos, Beatriz de todas las comedias, Julieta se fue a hacer el café y cuando volvió con una taza en la mano venía sin el delantal casero y ahora se veía mejor su cuerpo bien hecho solamente contenido por el vestido que moldeaba tan bien sus   muslos y sus caderas. Tomaba el café claro y frío aparentemente saboreándolo pero en realidad calculando cuál era el próximo paso a dar, y hubo un silencio entre los dos ("Pasó un ángelus", dijo Carmina en otra ocasión parecida), Julieta sentada en otro sillón que hacía pareja con el mío, a cual más feo: Vicente debió escoger el mobiliario. Allí estaba yo, tomando el brebaje sorbito a sorbito, como concentrado en el café, pero pensando en otra cosa: en la única cosa que podía pensar frente a Julieta, en lo que había pensado aquel día que la encontré cogiendo el tranvía, pensado mucho antes cuando pisaba las uvas poéticas en el estrado del aula 2, al verla en el Instituto en otra clase, tal vez pensado antes de conocerla, cuando los dos éramos unos niños pero ella ya parecía una mujer: la muchacha más bella del bachillerato. Yo no sé en lo que estaba pensando Julieta pero ella me miraba y no decía nada. Yo tampoco decía nada. Tal vez los dos sabíamos qué era lo que se tenía que decir y por eso nos negábamos a hablar. Aunque por debajo de mi deseo estaba el miedo de que me pasara lo que me ocurrió—o no ocurrió—con las tres putas—o una puta repetida y la otra puta extra—pero de alguna manera yo sabía que no me iba a volver a pasar y de pronto me encontré pensando que iba a perder la virginidad (aunque no lo pensé en esos términos sino en forma más grosera, más graciosa) con la muchacha más linda del mundo—al menos de mi mundo, que era el único mundo posible para mí. De pronto Julieta habló y, como otras veces, me dejó pasmado con lo que dijo, pero no me hizo leer a Eliot ni explicar a Ezra Pound. Dijo: "¿Quieres que hagamos el amor?" Ésas fueron sus exactas palabras y así era ella: nunca la oí referirse al sexo con las palabras vulgares, como jamás dijo una vulgaridad, y su mayor insulto, ya lo han visto, era llamar a algo o alguien vulgar.

 

Ahora yo no estaba seguro de haber oído bien: tal vez fue una alucinación o una forma auditiva del deseo  o efectos del café. Pero ella dijo: "¿Quieres?", repitiendo la oferta: así era ella: llevaría la iniciativa en toda nuestra relación, desde el mismo principio: tomaba la iniciativa para iniciarme. Me oí diciendo "Bueno", como si ella me hubiera brindado otra taza de café y no el ofrecimiento mayor que nadie podía hacerme en mi vida, que nadie sino ella llegaría a hacer. Julieta se levantó y abrió una puerta: era el cuarto. Entró y yo la seguí al cuarto reducido, de casita de muñecas, hecho a la medida de Julieta. No hizo una ceremonia del acto de quitarse la ropa y en un instante estuvo desnuda delante de mí, su cuerpo más bello que lo que yo había imaginado o palpado o visto por encima de sus ropas. Ella no era, efectivamente, rubia natural, y eso me gustó todavía más: si algo yo hubiera cambiado en la apariencia actual de Julieta era su pelo rubio  Ella bojeó la cama, isla cubierta, descubriéndola, quitando el cubrecama con cuidado y poniéndolo doblado sobre una silla. Ahora se acostó, mejor dicho tomó una pose: una pierna medio recogida, la otra tendida a lo largo, un brazo por detrás de la cabeza, ligeramente encogido y el otro al costado del cuerpo: se hacía aún más deseable, en un golpe de teatro y pictórico a la vez, inevitables. (Lo que había hecho pude saberlo solo segundos después: estaba imitando a la Maja Desnuda, una maja dorada: así era Julieta, consciente del Arte aun en el momento en que menos debía estarlo, el más trascendente. (pp. 366-368)

 

Nos sentamos en el muro del Malecón. No podría decir cuantas veces me había sentado en el muro del Malecón desde esa luminosa tarde de verano de 1941 en que lo había descubierto. Colón de la ciudad, y me había encantado para siempre, los hados convirtiendo a La Habana en un hada. Me senté entonces en el muro con mi madre y mi hermano, ella mostrándome a Maceo en su parque, mientras mi padre y Eloy Santos hablaban posiblemente de política. Me senté en el muro con mi tío el Niño en las tardes transparentes, dulces, sin nubes del otoño de 1941. Después fue con compañeros del bachillerato, esta vez sentados en los parques frente al Malecón, a mirar pasar las muchas muchachas rumbo al anfiteatro o de regreso al Prado. Volví al muro con colegas literarios de la revista Nueva Generación, de noche, a veces acompañando al viejo Burgos (que en realidad no era viejo: estaba envejecido por el exilio), a oír sus cuentos eróticos pero patéticos, relatados en primera persona, un imposible Casanova no sólo por su fealdad (su nariz española, enorme, lo hacía más próximo a Cirano que a Don Juan) sino por su pasividad, su vida sedentaria entre libros, primeras ediciones y cuadros cubanos en el modesto apartamento de la calle Galiano que ocupaba con su madre y con su hermana (aún más fea que Burgos porque era la versión femenina de Burgos), relatando ocasiones en que mujeres virtuosas se le habían regalado (había un cuento que ofrecía el erotismo por espejos: a través de una luna, no bajo la luna, veía Burgos cómo esta mujer se desvestía descarada, la hoja especular propiciando cómplice la visión de la carne desnuda) y no las había aceptado porque eran esposas de amigos. Pero un día su virilidad no iba a soportar pasiva estas visiones. Estas veces adoptábamos la costumbre de los habaneros de sentarnos de espaldas al mar, mirando pasar los carros, hábito que me asombró tanto la primera vez que lo noté pues para mí, a pesar de la fascinación que ejercían en mí los automóviles corriendo, que eran la velocidad, el espectáculo estaba del otro lado de la barrera,  era el  mar,  la  costa escasa, de arrecifes,  la  marea fluyente y un poco más lejos, apenas un kilómetro mar afuera, la Corriente del Golfo, la masa morada, casi sólida pero fluida que se desplazaba incontenible de sur a norte pero que parecía moverse de oeste a este, contraria al sol, un río dentro del mar, de noche una negrura misteriosa donde brillaban los faroles de los pescadores del alto, de día un hábitat fascinante por los peces que emergían de ella: las flechas rápidas de los pejes voladores, el vuelo entre dos aguas como a cámara lenta de las mantas, las aletas temerosas de los tiburones. Esas noches de conversación literaria o erótica a nuestro lado estaban los pescadores de ribera, que pescaban desde el muro, con largas líneas cien o doscientos metros en el mar, llevadas hasta allá por botes especializados en tender curricanes para la pesca del alto desde la orilla. Este espectáculo variado, cambiante y eterno, se lo perdían los habaneros por los raudos autos que pasaban de largo, el Malecón una pista donde toda velocidad era posible, y cruzar la vía en un acto temerario: crucero indiferente de la civilización despreciando a la naturaleza, la verdadera visión desde la isla. Aquí en La Habana, en el Malecón, su avenida más propia y en la que el punto focal era el parque Maceo, con su monumento al Titán de Bronce, donde el guerrero mambí, machete marcial, mortal en alto, daba la espalda al paseo, su caballo piafante ofreciendo su grupa al mismo océano, cagándose en el mar, convirtiendo la Gulf Stream en la corriente del Gofio (pp. 442-444).

 

(Seix Barral)

 

 

 

-Resume los reproches y quejas de la narradora en el primer texto.

Sintetiza la acción narrativa presente en los episodios correspondientes a La Habana para un infante difunto.

Subraya los rasgos del lenguaje coloquial presentes en ambos fragmentos.

 

 

Fuente del documento : http://s5856.chomikuj.pl/File.aspx?e=3xCBMPS4XX9GXYy42Ahgl_V6rf2nHdOeV4KDWhqhZP2Jo3vzru25cNXnIJI9vE4j9yvnqZKQZNjn

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La narrativa hispanoamericana de la revolucion mexicana resumen

LA REVOLUCIÓN MEXICANA

 

Juan Rulfo

El proceso revolucionario vivido en México entre 1910-1920 da lugar a una amplia serie narrativa enmarcada en las campañas de Pancho Villa y Emiliano Zapata. Su creador fue Mariano Azuela, que en Los de abajo (1916) se fija en la ascensión de un campesino convertido en caudillo revolucionario, para reflejar la injustificada violencia generada por la insurrección, pero luego aparecerá de forma insistente en la creación de los principales narradores mejicanos.

 

Uno de los más destacados fue Juan Rulfo (1918-1986), que ha pasado a la historia de la literatura con solo dos obras de ficción en su haber: la novelita Pedro Páramo (1955) y la colección de cuentos agrupada bajo el título de El llano en llamas (1953), de donde procede este texto. Sus títulos trascienden el relato realista de la violencia revolucionario para incluir elementos fantásticos y míticos que desembocan en temas de proyección universal, como el amor, la muerte o la soledad.

           

 

¡Diles que no me maten!

 

—¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.

—No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

—Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

—No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

—Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

—No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

—Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

—No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

—Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

—La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y é, y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

—Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

—Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"—Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto —pensó— conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. " Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

—Yo nunca le he hecho daño a nadie —eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

—Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

—¿Cuál hombre? —preguntaron.

—El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

—Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima —volvió a decir la voz de allá adentro.

—¡Ey, tú, ¿que si has habitado en Alima? —repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

—Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

—Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

—Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

—¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

—Ya sé que murió —dijo— Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

—Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

—¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

—¡Mírame, coronel! —pidió él—. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

—¡Llévenselo! —volvió a decir la voz de adentro.

—...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

—Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

—Tu nuera y los nietos te extrañarán —iba diciéndole—. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

 

Es que somos muy pobres

 

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

 

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río

 

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

 

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.

 

A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.

 

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

 

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

 

No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

 

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.

 

Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.

 

Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.

 

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.

 

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.

 

Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.

 

Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.

La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.

 

Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."

 

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.

 

—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.

 

Ésa es la mortificación de mi papá.

 

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.

 

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

 

 

Nos han dado la tierra

 

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.

 

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.

 

Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.

 

Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:

 

—Son como las cuatro de la tarde.

 

Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.

 

Faustino dice:

 

—Puede que llueva.

 

Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".

 

No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.

 

Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.

 

¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?

 

Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.

 

No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.

 

Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.

 

Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.

 

Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.

 

Nos dijeron:

 

—Del pueblo para acá es de ustedes.

 

Nosotros preguntamos:

 

—¿El Llano?

 

— Sí, el llano. Todo el Llano Grande.

 

Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.

 

Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:

 

—No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

 

—Es que el llano, señor delegado...

 

—Son miles y miles de yuntas.

 

—Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.

 

—¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.

 

— Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.

 

— Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.

 

— Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...

 

Pero él no nos quiso oír.

 

Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.

 

Melitón dice:

 

—Esta es la tierra que nos han dado.

 

Faustino dice:

 

—¿Qué?

 

Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."

 

Melitón vuelve a decir:

 

—Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.

 

—¿Cuáles yeguas? —le pregunta Esteban.

 

Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.

 

Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:

 

—Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?

 

—Es la mía— dice él.

 

—No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?

 

—No la merqué, es la gallina de mi corral.

 

—Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

 

—No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.

 

—Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.

 

Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:

 

—Estamos llegando al derrumbadero.

 

Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.

 

Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.

 

Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.

 

Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.

 

Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.

 

—¡Por aquí arriendo yo! —nos dice Esteban.

 

Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.

 

La tierra que nos han dado está allá arriba.

 

(Planeta)

 

Pedro Páramo

 

Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.

Al menos eso había visto en Sayula. Todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mien­tras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.

Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.

Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? "La capitana, señor. Una plaga que no más espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted".

Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.

—¡Buenas noches! —me dijo.

La seguí con la mirada. Le grité. —¿Dónde vive doña Eduviges?

Y ella señaló con el dedo:

—Allá. La casa que está junto al puente.

Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenia dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.

Había oscurecido.

Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palo­mas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.

De voces, sí. Y aquí donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno. Pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: "Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz." Mi madre., la viva.

Hubiera querido decirle: "Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al “¿dónde es esto y dónde es aquello?”. A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe.

 

(Fondo de Cultura Económica)

 

 

 

 

-Resume el argumento de cada cuento.

-¿Cómo aparece en estos relatos el tema de la revolución mejicana?

-Subraya los americanismos que se deslizan en la prosa de Rulfo.

-Compara el peso que tiene en el cuento el diálogo frente a la narración. ¿Cuál te parece más relevante?

-Compara el peso que tiene en los cuentos el diálogo frente a la narración. ¿Cuál te parece más relevante?

-Comenta la actitud del narrador en el texto de Pedro Páramo.

 

 

Fuente del documento : http://s5882.chomikuj.pl/File.aspx?e=MZw_oGlZBL5-5v3PZLbVxUf0jWKmvRoZ6Y1rroaYJF_e5lmee3_nQAAnNrHtRQbdaYN_LqKWqhRegB41hdKQuR3VHR1Na8Pq4XhQQ5KZmH096Q-xcO6JUkuYAhzPM0Dkzc5qL5i0K41Xg-dXDp05JNhTpQuPuP0DV24wDz-Vs-d7XCmqALAkPpPntiyjFKaR&pv=2

 

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La narrativa hispanoamericana de la revolucion mexicana resumen

Mario Vargas Llosa

El peruano Mario Vargas Llosa (1936) es quizá el autor de la obra más sólida en la actual narrativa hispanoamericana. La primera parte de su producción ofrece una visión amarga y desgarrada de la realidad peruana, utilizando una serie de recursos novedosos -fragmentación de la acción, ruptura de la sucesión cronológica normal, yuxtaposiciones espacio-temporales-  para que el lector perciba los hechos de la misma forma confusa y desordenada que los personajes. Se sitúan aquí La ciudad y los perros (1962), La Casa Verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), reconstrucción del cúmulo de corrupciones provocadas en el Perú por la dictadura del general Odría.

Las dos novelas posteriores registran una vuelta a las formas tradicionales de narrar, evitan la crítica directa a la realidad sociopolítica y, sobre todo, en ambas el humor y la ironía constituyen el punto de vista desde el que se contempla el mundo y la peripecia de los personajes; se trata de Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977); una línea que se mantiene luego en Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997).  Sus cuentos se agrupan bajo el título de Los cachorros y Los jefes.

 

El desafío

 

Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar" apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
- ¿Qué pasa? - preguntó León.

Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
- Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.
- Justo va a pelear esta noche - dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
- Me encargó que les avisara - agregó Leonidas. - Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
- ¿Cómo fue?
- Se encontraron esta tarde en Catacaos. - Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. - Ya se imaginan lo demás...
- Bueno - dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
- Si - repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.
- Son casi las nueve - dijo León.- Mejor nos vamos.
Salimos.
- Bueno, muchachos - dijo Leonidas. - Gracias por la cerveza.
- ¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? -preguntó Briceño.
- Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.
- El Cojo lo va a matar -dijo, de pronto, Briceño.
- Cállate -dijo León.
- Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.
- ¿Otra vez a la calle? -dijo ella.
- Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
- Tienes que levantarte temprano -insistió ella- ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?
- No te preocupes -dije. -Regreso en unos minutos
Caminé de vuelta hacia el "Río Bar" y me senté al mostrador. Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
- ¿Es cierto lo de la pelea?
- Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas.
- No necesito que me adviertas - dijo. - Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.
- El Cojo es un asco de hombre.
- Era tu amigo antes... - comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
- ¿Quieres que yo vaya? - me preguntó.
- No. Con nosotros basta, gracias.
- Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. - Tomó un trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. - Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
- Hubiera querido verlo al Cojo -dije. -Cuando está furioso su cara es muy chistosa.
Moisés se río.
- Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
- Acabo de llegar -dijo. -¿Qué es de los otros?
- Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
- ¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
- Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos. Nos separó el cura.
- ¿Eres muy hombre? - gritó el Cojo.
- Más que tú -gritó Justo.
- Quietos, bestias -decía el cura.
- ¿En "La Balsa" esta noche entonces? - gritó el Cojo.
- Bueno -dijo Justo. -Eso fue todo.
La gente que estaba en el "Río Bar" había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
- He traído esto - dije, alcanzándole el pañuelo.
Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
- Son iguales - dijo. - Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
No tengo hora - dijo Justo - Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.
- Hermanito - dijo León - Usted lo va a hacer trizas.
- De eso ni hablar - dijo Briceño. - El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
- Bajemos por aquí - dijo León - Es más corto.
- No - dijo Justo. - Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.
Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río, descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se Hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
- Hay muchas nubes - dijo; - la luna no va a servir de mucho esta noche.
- Haremos fogatas - dijo Justo.
- ¿Estas loco? - dije. - ¿Quieres que venga la policía?
- Se puede arreglar - dijo Briceño sin convicción.-
Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
- Ahí está "La Balsa" - dijo León.
En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cause.
Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa" se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de "La Balsa", pero así lo designaban todos.
- Ellos ya están ahí - dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
- Anda tú - dijo Justo.
Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.
- ¡Quieto! - gritó alguien. - ¿Quién es?
- Julián - grité - Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
- Ya nos íbamos - dijo. - Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que lo cuidaran.
- Quiero entenderme con un hombre - grité, sin responderle - No con este muñeco.
- ¿Eres muy valiente? - preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
- ¡Silencio! - dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.
- ¿Por qué has traído a Leonidas? - dijo el Cojo, con voz ronca.
- ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?
El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
- ¡Qué pasa conmigo! - dijo. Mirando al Cojo fijamente. - No necesito que me traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando pretextos para no pelear, dijo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.
- No se meta, viejo - dijo el cojo amablemente. - No voy a pelearme con usted.
- No creas que estoy tan viejo - dijo Leonidas. - He revolcado a muchos que eran mejores que tú.
- Está bien, viejo - dijo el Cojo. - Le creo. - Se dirigió a mí: - ¿Están listos?
- Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
- Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo se hielo.
- ¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
- Está bien - dije.
- Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
- ¿Quién le dijo a usted que viniera? - preguntó Justo, severamente.
- Nadie me dijo. - afirmó Leonidas, en voz alta. - Vine porque quise. ¿Va usted a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
- Perdón - dije, palpando la arena en busca de la navaja. - Se me escapó. Aquí está.
Las gracias se te van a quitar pronto - dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia "La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
- ¡Listos! - exclamó una voz, del otro lado.
- ¡Listos! - grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
- No te le acerques ni un momento. - El viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. - Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su Mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.
- Ya está - murmuró Briceño. - lo rasgó.
- En el hombro - dijo Leonidas. - Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. "No te acerques tanto". Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. "¡Sal de ahí!", dijo Leonidas muy despacio. "¿Por qué demonios peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos, dijo la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. "Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas.
- ¡Julián! - grito el Cojo. - ¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás: - ¡Don Leonidas! - gritó de nuevo con acento furioso e implorante. - ¡Dígale que se rinda!
- ¡Calla y pelea! - bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad. - No llore, viejo - dijo León. - No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
- ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
- Sí - dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.

 

(Texto extraído de http://www.geocities.com/SoHo/Cafe/9980/cuentos/sc-vargas02.htm)

 

La casa verde

 

El Sargento está inclinado sobre la proa, el práctico y los guardias arrastran la lancha hacia la tierra seca. Que ayudaran a las madrecitas, que les hicieran sillita de mano, no se fueran a mojar. La Madre Angélica permanece muy grave en los brazos del Oscuro y del Pesado, la Madre Patrocinio vacila cuando el Chiquito y el Rubio unen sus manos para recibirla y, al dejarse caer, enrojece como un camarón. Los guardias cruzan la playa bamboleándose, depositan a las Madres donde acaba el fango. El Sargento salta, llega al pie del barranco y la Madre Angélica trepa ya por la pendiente, muy resuelta, seguida por la Madre Patrocinio; ambas gatean, desaparecen entre remolinos de polvo colorado. La tierra del barranco es floja, cede a cada paso; el Sargento y los guardias avanzan hundidos hasta las rodillas, agachados, ahogados en el polvo, el pañuelo contra la boca; el Pesado, estornudando y escupiendo. En la cima se sacuden los unifor­mes unos a otros y el Sargento observa, un claro circular, un puñado de cabañas de techo cónico, breves sembríos de yucas y de plátanos y, en todo el rededor, monte tupido. Entre las cabañas, arbolitos con bolsas ovaladas que penden de las ramas; nidos de paucares. El se lo había dicho. Madre Angélica, dejaba cons­tancia, ni un alma, ya veían. Pero la Madre Angélica va de un lado a otro, entra a una cabaña sale y mete la cabeza en la de al lado, espanta a palmadas a las moscas, no se detiene un segundo, y así, de lejos, desdibujada por el polvo, no es una anciana sino un hábito ambulante, erecto, una sombra muy enérgica. En cambio, la Madre Patrocinio se halla inmóvil, las manos escondidas en el hábito y sus ojos recorren una vez y otra el poblado vacío. Unas ramas se agitan y hay chillidos, una escuadrilla de alas verdes, picos negros y pecheras azules revolotea sonoramente sobre las desiertas cabañas de Chicáis, los guardias y las madres los siguen hasta que se los traga la maleza, su griterío dura un rato. Había loritos, bueno saberlo por si faltaba comida. Pero daban disentería. Madre, es decir, se le soltaba a uno el estómago. En el barranco aparece un sombrero de paja, el rostro tostado del práctico Nieves: así que se espantaron los aguarunas, madrecitas. De puro tercas, quién les mandó no hacerle caso. La Madre Angélica se acerca, mira aquí y allá con los ojitos arrugados, y sus manos nudosas, rígidas, de lunares castaños, se agitan ante la cara del Sargento: estaban por aquí cerca, no se habían llevado sus cosas, tenían que esperar que vuelvan.

 

Conversación en La Catedral

 

—El centro está lleno de policías —dijo Santiago—. Se esperan otra manifestación relámpago esta noche.

—Una mala noticia, lo cogieron al cholo Martínez al salir de Ingeniería —dijo Washington, estaba demacrado y ojeroso, así tan serio parecía otra persona—. Su familia fue a la Prefectura, pero no pudo verlo.

De los tablones del lecho pendían telarañas, el único foco estaba muy alto y la luz era sucia

—Ahora los apristas no pueden decir que sólo ellos caen —dijo Santiago; sonrió, confuso.

—Tenemos que cambiar de sitio —dijo Washington—. Incluso la reunión de esta noche es peligrosa.

—¿Crees que si le pegan va a hablar? —lo tenían amarrado y una silueta retaca y  maciza tomaba impulso y golpeaba, la cara del cholo se contraía en una mueca, su boca aullaba.

—Nunca se sabe —Washington alzó los hombros y bajó los ojos, un instante—. Además, no le tongo confianza al tipo del hotel. Esta tarde me pidió mis papeles otra vez. Llaque va a venir y no he podido avisarle lo de Martínez.

—Lo mejor será tomar un acuerdo rápido y salir de aquí —Santiago sacó un cigarrillo y lo encendió: dio varias pitadas y luego volvió a sacar la cajetilla y se la alcanzó a Washington—. ¿Se reúne siempre la Federación esta noche?

—Lo que queda de la Federación, hay doce delegados fuera de combate —dijo Washington—. En principio sí, a las diez, en Medicina.

—Nos van a caer ahí de todas maneras —dijo Santiago.

—Puede que no. el gobierno debe saber que esta noche probablemente se levantará la huelga y dejará que nos reunamos —dijo Washington—. Los independientes se han asustado y quieren dar marcha atrás. Parece que los apristas también.

 

(Seix Barral)

 

 

 

 

 

-Resume lo acontecido en cada texto.

-Subraya los fragmentos en estilo directo que se intercalan en el segundo fragmento.

-Comenta las referencias a la situación política presentes en el tercer texto.

 

 

Fuente del documento : http://s5877.chomikuj.pl/File.aspx?e=aPWb0RXVa6m-69bLNMbw7bcLN9HUTlPvfs8x5FB_FqNOJRCMiPdjwJvHjGRsqRuIEX-mTT1XiAATfi5E6x7lClnS-ZPpMRh-Zq6vX2SLnZbq4LyJv-JrDBq--5FPZlnuwK2M6JkN8OwgIY9Zd1jE9cFK5_v0rhVjobUiu6PDQuEkCgFhZgJoE3OgF7KtA017&pv=2

 

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